Haití

Haití

CHIQUI VICIOSO
A ver si nos entendemos: uno de los aportes fundamentales del reciente Informe Nacional sobre Desarrollo Humano-RD2005, del Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD), es el capitulo sobre la emigración. En ese minucioso trabajo se plantea que la tasa de movimiento internacional de nuestra gente se elevó de 1.9% en 1960, a 48.5% en el 2000. Y que la tasa de salida de nacionales con respecto a la población aumento de 2.8% por mil a 105.7 por mil.

Entre las causas principales de esa emigración masiva, el estudio cita el desempleo, el cual afecta mayormente a jóvenes entre 20 y 39 años, y en particular a la juventud de la zona rural (72% de participación laboral en la zona urbana versus 28% en la rural), siendo las mujeres las más afectadas, ya que seis de cada diez desempleados son mujeres. Es importante señalar que el éxodo desde las zonas rurales a las ciudades obedece a la falta de inversión en el sector agropecuario y que la contratación de mano de obra haitiana, calificada por el estudio del PNUD como un «ancla del salario general de la economía y un desestímulo a la incorporación de progreso técnico» se debe a «la lógica del empresario», quien siempre puede encontrar algún trabajador haitiano que este dispuesto a trabajar por un salario bajo».

De fundamental importancia para entender la emigración es la pérdida de fe en la educación como mecanismo de movilidad social, dada la baja inversión del Estado Dominicano (y los problemas de eficiencia y calidad de la educación) en este renglón. En efecto, el porcentaje de inversión del Producto Bruto Interno, o PBI, del Estado dominicano en la educación es apenas de un 2.4%, versus un 8.5% en Cuba y un 9.3% en San Vicente-Grenada, para solo mencionar dos islas del Caribe.

Si estas informaciones demuestran la disparidad entre lo que se proclama como interés nacional, es decir, la educación, y lo que se hace, la conclusión del estudio no deja lugar a dudas sobre la causa fundamental de la migración y otros problemas vitales de la nación: «el escaso compromiso con el progreso colectivo del liderazgo nacional, político y empresarial durante las ultimas décadas, así como la ausencia de un pacto social de participación y solidaridad con los sectores mayoritarios de la sociedad dominicana». Un «escaso compromiso» que adquiere una dimensión de irresponsabilidad (si no frente a la patria, concepto «ideal» de poetas e incorregibles soñadores, frente a la «finca o empresa» de la cual deriva esta clase todos sus beneficios), cuando, como también concluye el mismo estudio, se comprueba que hemos sido el país de América Latina y El Caribe con la más alta tasa de crecimiento del PBI en los últimos cincuenta años.

A esta barbaridad interna habría que añadir que en los Estados Unidos los dominicanos y dominicanas tenían en 1981 un ingreso promedio de US$9,269 dólares por año y existía un 36.1% de familias dominicanas por debajo del nivel de pobreza, convirtiéndose nuestra gente en el colectivo con el porcentaje más alto de familias por debajo de la línea de pobreza. Aunque estas cifras han mejorado, seguimos siendo el grupo con mayor índice de pobreza en Norteamérica cuando se nos compara con otros grupos de emigrantes latinos y caribeños. En ese índice las mujeres siguen siendo las más pobres de los pobres, dado su predominio en la emigración. Según el censo del 2002 ellas son el 52.2% de los que se van en relación con un 47.8% de hombres. Por eso, cuando se dice que la isla no se acaba de hundir por el sudor de sus mujeres, no estamos utilizando una metáfora. Lo mismo puede decirse de los emigrantes en general, porque los datos del censo de 2002 indican que el 10.2% de los hogares dominicanos reciben remesas, es decir unos 224,868 hogares, con una población de 879,896 personas, de las cuales, si les calculamos de tres a cuatro dependientes a su vez, depende casi la mitad de la población de esta isla.

Es cierto que si a este caldo de cultivo de desastre nacional se añade una emigración haitiana masiva, las contradicciones entre personas desempleadas, hambrientas y sin futuro se exacerban, pero es importante conocer estas informaciones antes de convertir la inmigración haitiana en el chivo expiatorio de nuestros males, y revictimizar a las víctimas.

Tanto las élites dominicanas como las haitianas viven muy «quitᒠde bulla» en Miami, USA, Europa y los enclaves exclusivos de nuestra nación, y lo que se critica es que además de no señalar su responsabilidad ineludible en esta situación no exijamos su involucramiento en la búsqueda de soluciones que puedan orientar a nuestros gobernantes y a la población en general. Ni electrificar la frontera, ni las masacres, ni deportar masivamente a infelices trabajadores (sobre todo cuando les llega la fecha del pago), son una solución. De ahí que irrite la hipocresía de algunos sectores al escandalizarse frente a algún programa de creole en la frontera, cuando no se protesta por el uso masivo del inglés; o se rechaza la visible presencia de negros y negras haitianos en nuestras calles y no se dice nada sobre las ya casi republicas independientes de Sosúa, Cabarette y Las Terrenas, donde la discriminación contra dominicanos negros y pobres, en su propio suelo, es atroz.

¿Es la nuestra una reacción contra el inglés, el francés, el portugués, el jazz o la samba? No, el Caribe, ya se ha dicho, es crisol de culturas, síntesis y simbiosis de identidades, una patria de Erics y Yelidás.

Lo que se critica es el prejuicio en el análisis, o la justificación de lo injustificable:

¿Podemos exigir que se proteja a nuestros emigrantes cuando nos comportamos con racismo y arbitrariedad contra los haitianos?

¿Podemos protestar contra los planes de desalojo de «Quisqueya Heights» en el Alto Manhattan (un área ambicionada por los que especulan con bienes raíces) si aquí queremos expulsar a los haitianos de nuestras barriadas?

¿Podemos protestar contra el maltrato a una dominicana embarazada en San Martín, si estamos sugiriendo multas para quienes atienden a haitianas parturientas en nuestros hospitales?

¿Podemos criticar que en España nos menosprecien por «negros», cuando insistimos en llamarnos «indios», desrizarnos el pelo y teñirnos de rubio, y endilgarles la raza negra solo a los haitianos?

¿Podemos solicitar amnistía para nuestros ilegales, «períodos de gracia» para nuestros indocumentados, si recogemos masivamente a los haitianos y los deportamos sin ningún respeto para sus derechos humanos?

Ser dominicano y dominicana hoy en el exterior es casi un estigma y una posibilidad de vejación. ¿Por qué practicar con otros y otras lo que no queremos para nosotros?

Si no podemos cambiar el trato a nuestra gente en USA y Europa, para citar dos casos, demos un ejemplo de cómo se deben manejar los asuntos migratorios planteándonos el problema de la emigración haitiana con seriedad, objetividad, y la gravedad y respeto que amerita. Y con justicia, ni más ni menos.

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