Haití o el delirio de la dignidad

Haití o el delirio de la dignidad

La historia del acoso contra Haití, que en nuestros días tiene dimensiones de tragedia, es también una historia del racismo en la civilización occidental. () Europa había impuesto a Haití la obligación de pagar a Francia una indemnización gigantesca, a modo de perdón por haber cometido el delito de la dignidad. Eduardo Galeano: Los pecados de Haití

Doscientos años después de su independencia, Haití, cuya esperanza de vida es de 49 años para los hombres y de 50 para las mujeres, y que tiene una renta per capita de 480 dólares al año, según el Banco Mundial, sigue debatiéndose entre la pobreza, la violencia, la corrupción y las protestas populares en contra del gobierno de Jean Bertrand Aristide.

La comunidad internacional mira hacia otro lado, ignorando lo que pasa, todos eluden responsabilidades y los vecinos de al lado quisieran inventar un muro como el palestino para que la estampida no invada República Dominicana.

Hace tan sólo dos meses, el primero de enero del 2004, se conmemoraba un hecho histórico sin precedentes, que Occidente mira con desdén discriminatorio y racista: “en 1804 un ejército feroz de esclavos africanos, al mando de Jean Jaques Dessalines, derrotó a las tropas napoleónicas que contaban con 76 navíos y 22 mil hombres, y proclamó la independencia de Haití, la tierra de las grandes pendientes”. La proeza ha permanecido olvidada y a la sombra de otros acontecimientos como la independencia de los Estados Unidos y la Revolución Francesa.

Los antecedentes de la independencia haitiana tienen su origen en la insurrección de esclavos de 1792 que finalizó en 1795. “El alzamiento negro fue acompañado de muestras de extrema brutalidad y sadismo. Así, por ejemplo, la columna negra que se dirigía a conquistar la población de Cap François estaba precedida por un niño blanco clavado en una lanza a modo de estandarte. La respuesta de los blancos también estuvo a la altura de las circunstancias y consistió en aniquilar a todos los sublevados. A los ojos de los propietarios de tierras, la reivindicación principal de los esclavos negros, su libertad, suponía la quiebra del sistema de plantación y la ruina de los plantadores, tanto blancos como mulatos. Esto llevó a ambos bandos a dejar de lado sus enfrentamientos pasados y a unirse, momentáneamente, junto con las autoridades metropolitanas, en la represión del alzamiento esclavo”.

Doscientos año después, ese trozo de relato histórico tiene vigencia y reproduce el mismo relato de atrocidades y enfrentamientos inter étnicos sin solución. La libertad de la primera república negra tuvo su precio: 150 millones de francos de oro, exigidos en compensación por el emperador Carlos X.

El peso de esa deuda sería tan enorme y pesada como los delirios imperiales de sus primeros gobernantes entre los cuales se sucedieron 22 tiranos hasta que, en 1915, se produjo la primera invasión de los Estados Unidos.

Eduardo Galeano escribió en Brecha en 1996, lo que sigue: “Estados Unidos invadió Haití en 1915 y gobernó el país hasta 1934. Se retiró cuando logró sus dos objetivos: cobrar las deudas del City Bank y derogar el artículo constitucional que prohibía vender plantaciones a los extranjeros. Entonces Robert Lansing, secretario de Estado, justificó la larga y feroz ocupación militar explicando que la raza negra es incapaz de gobernarse a sí misma, que tiene “una tendencia inherente a la vida salvaje y una incapacidad física de civilización”. Uno de los responsables de la invasión, William Philips, había incubado tiempo antes la sagaz idea: “Este es un pueblo inferior, incapaz de conservar la civilización que habían dejado los franceses”.

Haití es una advertencia para todos, acerca de lo que puede pasar cuando se encadena a una brutal administración colonial francesa, una secuencia sangrienta de l sátrapas, una de cuyas expresiones modernas fue la familia Duvalier, la connivencia de las dictaduras con el ejército y las bandas paramilitares al estilo de los tonton macoutes.

La lista de iniquidades es extensa y las encuestas estremecedoras: el 80% de los haitianos son pobres, los índices de analfabetismo y mortalidad son los más altos del mundo y la corrupción es comparable sólo a la de otros dos países: Bangla Desh y Nigeria. El cinco por ciento de los habitantes es portador del SIDA y 30 mil personas mueren anualmente de esta enfermedad. La esperanza de vida es 15 veces más pequeña que la de República Dominicana. La violación de los derechos humanos, la violencia contra la mujer, la impunidad y el asesinato de opositores y la desaparición de los periodistas de la prensa escrita y radial son parte del paisaje.

El presidente, Jean Bertrand Aristide, considerado por la oposición como un mandatario “sangriento, criminal y forajido” dijo en su discurso de conmemoración de los 200 años de independencia, que salvaría al país de la pobreza y terminaría con las rencillas políticas en el 2015. Para ello espera recibir 212 mil millones de dólares de Francia como reparación por el pago que Haití hizo para comprar su libertad hace dos siglos.

Es profético lo que escribió Eduardo Galeano: “La bandera de los libres se alzó sobre las ruinas. La tierra haitiana había sido devastada por el monocultivo del azúcar y arrasada por las calamidades de la guerra contra Francia, y una tercera parte de la población había caído en el combate. Entonces empezó el bloqueo. La nación recién nacida fue condenada a la soledad. Nadie le compraba, nadie le vendía, nadie la reconocía. Ni siquiera Simón Bolívar, que tan valiente supo ser, tuvo el coraje de firmar el reconocimiento diplomático del país negro. Bolívar había podido reiniciar su lucha por la independencia americana, cuando ya España lo había derrotado, gracias al apoyo de Haití. El gobierno haitiano le había entregado siete naves y muchas armas y soldados, con la única condición de que Bolívar liberara a los esclavos, una idea que al Libertador no se le había ocurrido. Bolívar cumplió con este compromiso, pero después de su victoria, cuando ya gobernaba la Gran Colombia, dio la espalda al país que lo había salvado. Y cuando convocó a las naciones americanas a la reunión de Panamá, no invitó a Haití pero invitó a Inglaterra. Estados Unidos reconoció a Haití recién sesenta años después del fin de la guerra de independencia, mientras Etienne Serres, un genio francés de la anatomía, descubría en París que los negros son primitivos porque tienen poca distancia entre el ombligo y el pene. Para entonces, Haití ya estaba en manos de carniceras dictaduras militares, que destinaban los famélicos recursos del país al pago de la deuda francesa: Europa había impuesto a Haití la obligación de pagar a Francia una indemnización gigantesca, a modo de perdón por haber cometido el delito de la dignidad”.

Al clima de caos generalizado que vive Haití, a la pesada carga de una historia sangrienta y cruel se suma la sospecha de que Aristide ganó la reelección presidencial de 2000 con malas artes, lo que decidió a la comunidad internacional a suspender la prometida ayuda de 500 millones de dólares.

Haití está sumida en la indefensión, sobre todo cuando el resto del mundo le da la espalda porque no es rentable ni económica ni geopolíticamente. La oposición no garantiza mejores tiempos porque está dividida y atomizada en un grupo cuantioso, 184 partidos políticos, sindicatos y grupos civiles.

Muchos de los cuales son de reconocida inspiración democrática, pero otros se han formado en las mismas tradiciones totalitarias que dicen combatir y parecen el remedo feroz de los tonton macoutes relatados magistralmente en “Los comediantes” por Graham Greene, con el telón de fondo de Puerto Príncipe, el Hotel Olaffson en la década de los 50, con Papá Doc como Presidente Vitalicio.

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