Sobre el escritorio, en el despacho del presidente Joe Biden en la Casa Blanca está la carta-emplazamiento de un grupo de legisladores del ala democrática del Congreso de Estados Unidos que emplaza a su Gobierno a «detener el flujo de armas pesadas y municiones hacia Haití que parte desde EE. UU. a través de la República Dominicana».
Por la índole y jerarquía de los suscribientes, se trata de la certificación de un trasiego denunciado insistentemente con anterioridad y que ahora es el reclamo oficial de legisladores que estuvieron durante meses investigando la realidad del vecino país.
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Un documento de solidez y credibilidad que señala a la República Dominicana como puente para sostener la ignominiosa y exacerbada criminalidad de pandillas que controlan gran parte del territorio haitiano, algo que solo podía ocurrir a espaldas, totalmente, de máximas autoridades. Factible sin embargo porque en mucho tiempo en el historial de la frontera lo que más aparece es la vulnerabilidad a toda clase y volúmenes de contrabando. Un recital miserable de sobornos y contubernios binacionales que han cerrado los ojos de la vigilancia contra el tráfico humano que ha dado asiento aquí a una buena parte de la nación haitiana y contra el envío de drogas y más cosas. Traficantes impunes que cada vez abren más rutas como recientemente ocurrió por montes del Baoruco. Trasvases por linderos de casi 400 kilómetros que mucha gente sin ley maneja a conveniencia y codicia desde el otro lado.