Haití: sin ruta ni rumbo

Haití: sin ruta ni rumbo

Para mediados de 2018 el Gobierno de Moïse había entrado en crisis severa

En el mundo moderno, el Estado requiere dos elementos básicos para lograr un mínimo de estabilidad en la sociedad: una estructura productiva para satisfacer las necesidades fundamentales de la población y la articulación del poder para gobernar. Esa articulación puede ser autoritaria o democrática.

En América Latina, incluyendo Haití, prevaleció el Estado autoritario durante la mayor parte de la historia. Pero, de distintas maneras y a diferentes pasos, cada país fue forjando instituciones y experiencias democráticas.

Para fines de la década de 1980, después de múltiples intentos fallidos de apertura, habían caído muchas dictaduras y surgieron distintas modalidades de democracia electoral en la región.

La caída del dictador Jean Claude Duvalier en 1986 encontró a Haití sin una estructura productiva para satisfacer las necesidades básicas de su población, sin un mínimo de institucionalidad democrática, y sin una figura potente para impulsar una clase empresarial en condiciones cuasi autoritarias. Además, la Constitución barroca aprobada en referendo en 1987, que incluye presidente y primer ministro, tampoco ayudaría a forjar una transición con cierta estabilidad.

El período 1987-1990 estuvo marcado por intentos electorales fallidos y enfrentamientos. En 1990 ascendió a la presidencia Jean-Bertrand Aristide con 67% de los votos. Ocho meses después fue derrocado, luego repuesto en 1994 para completar su mandato. Gobernó nuevamente de 2001 a 2004 y otra vez fue derrocado. El populismo social no funcionó.

En el 2004 hubo un giro internacional: de Estados Unidos, Haití pasó a manos de la Misión de Estabilización de Naciones Unidas (MINUSTAH) en una ocupación que se prolongó hasta el 2017. Fue un tiempo de contención política desaprovechado. Al salir las tropas, Haití estaba peor: sin base económica, sin clase media importante, sin partidos fuertes, sin liderazgo político, y con la devastación del terremoto de 2010. El vacío de poder lo han llenado las bandas armadas sin sujeción a la autoridad estatal.

Los presidentes Michel Martelly y Jovenel Moïse danzaron políticamente en ese angosto político durante la última década, creando la sensación de que en Haití había gobiernos electos. Pero ambas presidencias fueron precarias. Moïse ganó las elecciones de 2015 y no pudo asumir el poder. Se celebraron nuevas elecciones en el 2016, y ganó el 55% de los votos con la participación de solo alrededor del 20 por ciento del padrón.

Para mediados de 2018, el Gobierno de Moïse había entrado en una crisis severa. El aumento de precio de la gasolina generó protestas violentas y el descontento creció en las calles en medio de acusaciones de corrupción al Gobierno por malversación de fondos de Petrocaribe.

La inestabilidad escaló, al punto que, a principios de 2021, Moïse denunció que había planes para derrocarlo o matarlo. En la medida que su Gobierno se debilitaba, diversos sectores convergían en su contra (empresarios, iglesias, jóvenes manifestantes) y aumentaban las bandas armadas. Moïse cerró el Parlamento y se fue quedando solo, a tal punto que fue asesinado en su propia casa.

Haití enfrenta hoy un profundo vacío de poder: no cuenta con un Estado mínimamente organizado, carece de una estructura productiva sólida (importa mucho más de lo que exporta), no tiene una clase empresarial articulada ni una clase media pujante, la pobreza es extrema, y no hay un sistema de partidos políticos funcional. Está sin ruta y sin rumbo. Además, hay poca esperanza de que alguna fuerza internacional esté dispuesta en medio de esta pandemia a aportar recursos y asumir el liderazgo.

Culpables de estos males hay varios. Dispuestos con capacidad de superarlos no hay. Desafortunadamente el realismo no me deja brecha para ser optimista ni pretenderlo.

El vacío de poder lo han llenado las bandas armadas sin sujeción a la autoridad estatal