Haití y las verdades distanciantes

Haití y las verdades distanciantes

Algunos lo pretenden. Argumentan que los sentimientos dominicanos contra la creciente presencia haitiana en nuestro país se debe a un racismo absurdo, porque nos consideramos blancos o semi-blancos apegados a los valores hispánicos y cristianos. Cierto que los integrantes de la raza obscura han podido desarrollarse menos que los que forman parte de ese conjunto de razas de pálida piel, pelo suave y diferentes características morfológicas.

Pero el problema no está ahí.

Hemos de reconocer que si nuestros vecinos isleños de piel azul-medianoche, narices desplegadas en busca de un aire escaso, rebelde pelo y peculiar estructura ósea, fuesen cultos y ricos, promotores de progresos y ascensos, en vez de ser un conglomerado famélico, torturado por siglos, pobre y apegado a ritos africanos antiquísimos acogidos como «vudú», lo cual demuestra que sus ritos no les sirven para nada bueno, porque allí todo es atraso, penuria y horror, las cosas serían diferentes.

Creo que nos hemos aferrado a la idea de que los dominicanos no podemos convivir con los haitianos, tan solo porque habrían de traer mayor miseria y atrasos en todos sentidos a esta República Dominicana que se debate entre las ambiciones de nuestros políticos nativos, embriagados de riquezas insospechables y de poderes que penetran en lo legislativo, judicial y en todo cuanto podía manejar a sus anchas el Generalísimo, pero ahora bajo una sombrilla democrática que, aunque agujereada, se tiene por legal.

En verdad no podemos convivir con los haitianos porque son muy diferentes -no sólo en el idioma- sino a causa de una trayectoria histórica opuesta. No tuvimos aquí la primera independencia americana de los poderes europeos que dio lugar a una república furiosamente negra en 1801, con tragicomedias de imitación de la Corte francesa. No fuimos una colonia rica como Haití. No nos marcaron las diferencias raciales, porque el abandono de la metrópoli ante la pobreza en oro y plata de nuestro suelo llevó la mirada española a Tierra Firme, produjo acercamiento inter-raciales y nos llevó a la mulatería pródiga que es hoy nuestro estandarte.

Siempre ha habido ilusos. A menudo bien intencionados.

En 1942 el General haitiano Nemours publicaba su obra «Les Présidents Lescot et Trujillo» y este militar, que además era presidente del Senado, historiador y poeta (esto último debe haber ejercido gran influencia en él) escribía: «Tuve la visión de una Haití y una República Dominicana más grandes, las cuales, unidas por un vínculo federal y tratados de alianzas, constituirían la Confederación Quisqueyana, la Tierra Grande, la más compacta y poblada de las islas de las Antillas». Luego hacía nota que el Dr. Alejandro Llenas (1846-1904) entusiasta campeón de la cultura nacional, laborioso e ilustrado científico dominicano, «elevándose por encima de las fronteras trazadas por la mano del hombre, soñaba con una Confederación Quisqueyana que agruparía ambas naciones, unidas, por último, en abrazo estrecho y definitivo». (Prise-Mars, «La República Dominicana y la República de Haití», tomo III)

Pero las rutas y, sobre todo, las verdades primigenias, han sido y son dramáticamente diversas.

Las fronteras son, aún hoy, testimonio contristante de las diferencias humanas.

Los propósitos unificatorios de pueblos surgidos de diferentes realidades esenciales, están condenados al fracaso.

El mariscal Tito decía: «cuando yo no este para mantener unidos a estos pueblos diversos en una Yugoeslavia coherente y funcional…ustedes verán lo que en realidad son y lo que va a suceder». Tenía razón.

Los israelíes y los árabes, milenariamente pertenecientes a la misma región «pueden ponerse de acuerdo para una convivencia pacífica? Israel interpone un muro más sofisticado que el de los soviéticos en Berlín, para cortarle el paso a sus vecinos.

Estados Unidos tiene uno para controlar el paso de los mexicanos hacia un territorio que originalmente era suyo. Los chinos levantaron su prodigiosa muralla para impedir el paso de quienes representaban una amenaza.

Por más que nos disguste, las fronteras tienen razón de ser.

El drama haitiano tiene la posible solución que la ONU acaba de pedir a la comunidad internacional: «que se involucre en forma sostenida y a largo plazo en Haití». A largo plazo capaz de transformar centurias de crímenes.

Por fin parece salir de la ONU algún razonamiento claro, valiente y sensato.

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