Haití

Haití

Haití es noticia permanente. Y para los dominicanos más que para cualquier otro país del orbe. La situación haitiana es explosiva. Lo es desde hace tiempo. Antes y después de la intervención militar foránea, la encabezada por Estados Unidos y luego uniformada por las Naciones Unidas, con la participación de tropas de distintas naciones del continente.

Hoy la Organización de los Estados Americanos (OEA) expresa su preocupación por cuanto acontece en Haití, donde la violencia estremece a esa cada día más empobrecida sociedad.

El nuevo secretario general de la OEA, el chileno José Miguel Insulza, al citar las preocupaciones que le embargan, afirmó, de manera categórica, que el peso de la crisis haitiana no puede dejársele a la República Dominicana.

Cuanto pasa en Haití, deseándolo o sin desearlo, se reflejará en el lado dominicano. Y en ese lado con más peso que en cualquier otra parte, pues es el territorio nacional el que se ve obligado a recibir, con complicidad o sin ella, a los refugiados indocumentados del vecino país.

El caso es serio y de muy difícil y compleja solución.

Los haitianos huyen de la miseria haitiana para caer en territorio dominicano, complicando aquí la situación de pobreza y de serios males sociales que nos afectan.

–II–

Ahora mismo se observa un caso muy curioso. Y que no por curioso es nuevo.

Productores agropecuarios del Sur se alarman ante el anuncio de Migración de que multará a quienes emplean indocumentados en distintas faenas. Admiten, esos productores, que usan haitianos indocumentados no porque le pagan salarios más bajos que a los dominicanos, sino porque los brazos nacionales no aparecen para el trabajo. Puede que haya algo de exageración en el asunto, pues sabido es que al haitiano, generalmente, se paga menos que al criollo y no hay responsabilidad laboral frente al mismo.

Lo serio de este asunto es que la prueba de que las multas no serán la solución al programa migratorio es que el Estado tendrá que multarse a sí mismo, y en varias ocasiones, por el uso de indocumentados haitianos en la industria de la construcción.

Eso no significa, sin embargo, que el Estado renuncie a su derecho de repatriar a los indocumentados haitianos, como pretenden muchos haitianófilos y sectores interesados en la explotación de esa obra de mano. El Estado está, sin duda alguna, obligado a ejercer ese derecho cuantas veces lo estime conveniente, sin hacer caso a las presiones que se le hacen desde distintos puntos interesados.

Ahora bien, la repatriación pura y simple no resolverá el problema, pues se les saca por un lado y entran por el otro. No se puede negar las descomposición que existe en este asunto a lo largo de la línea fronteriza.

Es necesario, es imprescindible, que el gobierno, como representante del Estado, se aboque a establecer una auténtica política haitiana, que nunca ha tenido por más que lo niegue, y que en esa política haitiana se decida a emprender un programa migratorio de común acuerdo con Haití.

Lo que no sabemos es si el gobierno haitiano estaría en realidad en condiciones de hacerlo o si preferiría la situación de caos para buscar ganancias con sus protectores indirectos, “los grandes” que quieren descargar toda la responsabilidad migratoria en el país, para así no tener en el futuro que recibir ellos, en sus territorios, una migración que nunca han deseado, que siempre han rechazado.

Lo  que no se puede negar es que la permanente crisis haitiana es una realidad que nos afecta a todos. Haití necesita el socorro de la comunidad internacional, no solo el socorro de la ocupación militar para tratar de restablecer el orden.

Haití requiere ayuda en todos los órdenes para que inicie el lento camino hacia la democracia, democracia que no podrá imponerse, jamás, por medio de las bayonetas.

En Haití hay que desterrar la más destructiva arma que puede existir en un país y que no es la que Estados Unidos buscaba en Irak. Esa arma es ¡el hambre!

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