Literatura. Harold Bloom, Whitman y la poesía

Literatura. Harold Bloom, Whitman y la poesía

No ha habido otro poeta que haya cantado tanto ni a tantas cosas de este mundo real, con la pretensión, quizá, de hacer de las cosas del mundo, una gran metáfora. Y acaso lo logró: al hacer de cada cosa una imagen poética que adquiere función estética en el contexto del poema. Poeta conforme con su mundo (a la manera de Jorge Guillén, al decir: “El mundo está bien hecho”), desde un yo individual y ególatra, que, no obstante, combate la soledad social, pues su voz poética es un coro para la muchedumbre. La voz épica de Whitman quiere ser escuchada en todos los puntos del mundo, pero también, quiere oírse a sí mismo. En esta ambigüedad paradójica reside el mundo estético y ontológico de este cosmos poético de Manhattan, y en el que parece oscilar su preocupación poética.
Poeta público y poeta privado. El primero quiere ser el poeta de todo el mundo, que le canta a todo y a todos los hombres; y el segundo, el que oculta sus preferencias eróticas y homoeróticas. Su poesía es un canto en voz alta de la inocencia a la utopía americana. Es pues, en efecto, poesía profética que riñe con la historia porque se alimenta de un sueño profético y de una sed de futuro. Después de Whitman hay que empezar de nuevo a cantar, ya que él, literalmente, lo ha dicho todo, lo ha cantado todo, lo ha nombrado todo. Nada se le escapó.
Hojas de hierba tiene un tono bíblico, de factura versicular, sentenciosa. Escrito siempre en singular, pero en alta voz porque la suya es poesía que persigue adoctrinar: urbi et orbis. Por consiguiente, su otra voz quiere ser vox populi. Tiene un matiz de persuasión; es invocatoria y ceremoniosa. “El campo es el mundo”, dice un verso suyo. En otro sentencia: “Mi voz sale en busca de lo que no alcanzan a ver mis ojos”. De su poesía se desprende un panteísmo que nace del protestantismo, esa religión americana. La piedra angular de su poesía se fundamenta en los monólogos, y en los largos soliloquios de voces invocatorias e imperativas, que cantan al mundo, a los seres y a las cosas del universo. Whitman quiere ser Dios; de ahí su panteísmo, al que tanto le debe Fernando Pessoa, desde sus heterónimos y de su “drama en gente”. Por eso el poeta americano nombra por sus nombres y designa cosas, elementos, objetos, accidentes geográficos, ciudades, islas, montes, continentes, países, pueblos, etc. Él es un poeta que, como Dios, todo lo ve, lo oye, lo siente y lo toca, en una sinfonía hímnica de iluminación e infinita descripción, como un espíritu universal. Diálogo y narración se fusionan para crear un mundo de palabras dadas como un torrente de agua en un bosque de signos, en un ritmo inagotable de palabras. Poesía casi carente de metáforas, y cuya técnica radica en un soporte circular de enumeraciones eficaces, infinitas e invocaciones elípticas.
“Los cantores no engendran. Solo el poeta engendra”, sentencia Whitman en un verso. Solo este poeta de Manhattan, este cosmos lírico, es capaz de decir: “Los verdaderos poetas no son perseguidores de la belleza sino amos augustos de la belleza”. Si bien en Whitman hay una poesía de universo hímnico y sencillez, también tiene zonas que encierran cierto hermetismo, expresado en parábolas y elipsis, que acaso procedan de la sabiduría oriental (Emerson afirmó que proceden del Bhagavad Gita), o de un misticismo pagano, como se observan en sus paradójicos diálogos y en sus perplejos monólogos, que guardan relación con la poesía primitiva americana (tan bien antologada por Ernesto Cardenal), con esa sabiduría agraria y campesina, que brota de las entrañas del bosque (como en Robert Frost) y del silencio de los desiertos, en un diálogo ancestral y secreto con las tribus primitivas y sus palabras. La de Whitman es, en efecto, poesía cósmica, que traza un mapa del vuelo de la imaginación no por el cielo, sino por la tierra, con sus accidentes y dibujos, altitudes y precipitaciones, ondulaciones y maravillas. Con su ser poético, Whitman quiso que su alma diera un viaje de circunnavegación por el mundo. Su utopía se define en el sueño cotidiano de las cosas que invoca y a las que canta en trance de ensoñación: “En mi sueño sueño todos los sueños de los otros sonadores”, dice en un poema de imagen circular y reiterativa.
En fin, que si me quedara solo, abandonado, postrado en una isla solitaria, me llevaría como ángel de la guarda para combatir la soledad, la abulia y el hastío, las Obras Completas de Walt Whiman, es decir, Hojas de hierba, para leer y releer sus páginas, y viajar de manera inmóvil, por los lugares reales a los que nos traslada el poeta, con su portentosa memoria e introspección psicológica, su buceo por el mundo, sus fabulosas descripciones, letanías, enumeraciones infinitas y cantos a las cosas del cosmos. Lograr una comunión de lectura con su obra es alcanzar, en la imaginación, el mundo que nos postula, y asistir al hallazgo de su universo autobiográfico, de su Dios personal, a través de su yo. Es, finalmente, lograr la contemplación de todo lo que él vio con sus ojos –o imaginó ver- y todo lo que nombró con su imaginación creativa, como el Dios de las grandes cosas, no el pequeño Dios de Huidobro, sino el Dios Grande, capaz de poseer el don de la ubicuidad, el Gran Poder Todopoderoso, que todo lo sabe, o el narrador omnisciente que está en todas partes a la vez. De modo pues, que el yo poético de Whitman es omnisciente, y a través de su yo lírico, podemos conocer todo lo que nombra, y anhelar todo lo que sueña en su cantar. Así, deviene en poeta omnisciente, sabio y mago.
Repito: si me quedara solo en una isla desierta (en el desierto se han fundado las grandes religiones), me llevaría Hojas de hierba (Canto a mí mismo), para disfrutar en cada una de sus hojas -no sin delectación apasionada-, del sabor de sus pasajes y para viajar por el cosmos al que nos transporta Walt Whitman, con su endemoniada capacidad de nombrar, de sustantivar todo lo real, hasta que llegue el día de mi muerte, y así, cuando alguien me encuentre, mucho tiempo después, me vea con este libro en mis manos, como prueba de lealtad a su talento verbal y a su genialidad poética, y como exhortación a todos los lectores del mundo a que me imiten, en esta aventura de lectura. Es que Whitman es el padre de todos los poetas, el inventor de la palabra poética, el creador de mundos verbales, el dios-poeta que erigió una catedral de palabras, hechas con los materiales y la arcilla con que se cincelan las metáforas y los nombres de las cosas. Es decir, el hiperbolizador que le puso nombre poético a los cuerpos y a las cosas, a los elementos de la naturaleza. Sin Walt Whitman, serían impensables Pablo Neruda, Fernando Pessoa, y aun, nuestro Poeta Nacional, Pedro Mir.

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