Nada es real hasta que se hace local; esa expresión me la solía repetir con suma frecuencia mi colega hermano patólogo José Vallejo, tristemente ido a destiempo de manera súbita. Minutos antes de concertar un amistoso encuentro fui sorprendido con una llamada de su esposa dándome la desgarradora noticia de su brusco deceso. La pena y el dolor que en lo inmediato me embargaron confirman el estribillo del apreciado forense. Desde la década de los setenta del pasado siglo XX no creo haber vivido un día sin que de una manera u otra haya dejado de revisar alguna defunción.
Padre, madre, hermano, amigo, jóvenes y ancianos, prematuros, embarazadas, tragedias mortales, epidemias y una pandemia con su carga de difuntos han dejado huellas permanentes en la maquinaria cerebral que me acompaña. La frase lapidaria de Terencio hace eco en mi memoria: “Nada humano me es ajeno”.
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Si continuo en orden cronológico el listado de amigos profesionales especialistas de la patología que ya iniciaron su viaje eterno hacia lo infinito necesitaría un espacio de columna imposible de resumir en varios artículos de opinión. Por ello sólo habré de referirme a uno perteneciente a otro campo del saber, cuyo protagonista se ubica en Centroamérica, específicamente en la República de El Salvador.
Rafael Montalvo, mejor conocido como don Lito, suegro de nuestra hija, le conocí a través del vínculo familiar. Viajó a República Dominicana para ser testigo del matrimonio de la patóloga con su hijo pediatra. Agrónomo de profesión, político, escritor, humorista, siempre alegre y aterrizado en sus ideas generó gran simpatía en mí, sentimiento que se profundiza una vez que tuve la oportunidad de reciprocar su visita con varias mías a su tierra del pacífico.
Recibir de golpe y porrazo la infausta noticia de su inesperada y repentina muerte trastornó mi acostumbrado ritmo respiratorio. No podía creer lo que acababa de escuchar, pensé que estaba despertando de una pesadilla poco grata. Repuesto de la conmoción inicial procedí a llamar al yerno. Solamente timbró una vez el teléfono. Al escuchar su voz traté de hablarle, pero no salía sonido alguno de mi garganta. Con mucho esfuerzo logré decir: lamento lo sucedido… Cerebro y aparato fonador me hicieron una mal jugada y solamente mis ojos dejaron escapar varias lágrimas como tributo al amigo que recién concluía su estancia como ser viviente.
Pasé horas meditando y recordando momentos ya vividos con características parecidas, aunque no iguales. No hay dos seres humanos similares, cada individuo tiene grabadas ciertas cualidades que lo convierten en único. El estilo de escribir y la narrativa hicieron de don Lito un sabroso escritor. Su dinámica conversación no permitía que uno pudiera dormirse a su lado. Su estilo era contagioso y sus salidas inconfundibles e impredecibles. Era hábito en mi preguntar a Rafael por su progenitor y éste siempre me respondía con humor positivo. El recuerdo y la costumbre harán que en mi cargada memoria sea la del fotógrafo, humorista, hombre de bien, don Lito, una de las últimas en borrarse.
Cierro con este fragmento lapidario del poeta Inglés John Donne: “Ninguna persona es una isla; la muerte de cualquiera me afecta, porque me encuentro unido a toda la humanidad; por eso, nunca preguntes por quién doblan las campanas; doblan por ti”.