Hasta que me compren

Hasta que me compren

CARMEN IMBERT BRUGAL
Objetar un comportamiento político porque contraviene la moral, no impide reconocer sus aciertos. La moral es asunto privado, reservada para otros menesteres. El quehacer político no aspira la corrección, pretende conseguir el poder y conservarlo.

Una incauta y enardecida ciudadanía repetía, en los años sesenta, “Balaguer, muñequito de papel”, el líder reformista, impertérrito, conquistó al autor del estribillo y desde entonces estuvo en su entorno. Los históricos adversarios del oráculo de Navarrete, uno a uno como caballeros y todos juntos como malandrines, sucumbieron. La seducción surtió efecto. Joaquín Balaguer supo calibrar convicciones y conveniencia. Así fortalecía su régimen.

Tranquilo, indiferente a veces, fiel al mandato que aconseja ejercer el poder y no aparentarlo. Detectaba adversarios. Husmeaba opositores como buen cazador hasta encontrar el dardo adecuado para la presa. Su partido fue hospedería para cualquier necesitado de albergue. Sin necesidad de autocrítica, sumaba a la caravana desafectos feraces transmutados en correligionarios leales. Y él, manso y ganancioso. Triunfante. Con otras excusas y sin las garantías extraordinarias que el poder absoluto otorga, los demás lo imitaron. De ese modo fue construido el edificio político post tiranicidio.

Desaparecidos los grandes líderes nacionales, el resultado no ha sido parejo. Para algunos, la ausencia del relevo resultó nefasta. Habituados a las voluntades omnímodas, sin posibilidad de disensión sino de acatamiento, no han podido ofrecer opciones idóneas. La dirigencia no descubre el motivo para mantener y captar adeptos.

Aunque la contemporaneidad rechaza la estructura partidaria de antaño y los partidos políticos no son “escuelas de acción y obediencia, como el ejército y las órdenes religiosas”, todavía es importante un pretexto para divulgar una consigna vacua y defender expectativas pedestres. Se milita hoy, para hoy. El partido significa catapulta no sacrificio. La comparación más acertada lo acerca a una compañía por acciones. Las elecciones serían el símil de la asamblea de accionistas. Ascensos y beneficios colaterales serán asignados si el desempeño produce ganancias. El partido no es un club, pero tampoco el predio ideológico de otrora. Atrás quedó la época del juzgamiento por desvaríos ideológicos o flaquezas. No hay purgas ni voces que interrumpan para inquirir ¿dónde estaba usted, camarada Nikita? Cada uno evalúa adónde estuvo, adónde tiene que estar. Lo demás es resabio, intención de fastidiar cuando la astucia de unos provoca los fallos de otros.

Argüir que la compraventa de adscripciones partidistas determina el destino electoral es admisión velada de incompetencia y patrimonio escuálido. Luce impropia la aseveración pero es proporcional al canon imperante. Sólo las cosas que están en el comercio son objeto de las convenciones y si la militancia está en venta quien la compra no delinque. La transacción que implica el cambio de afiliación es una diligencia comercial pura y simple. A pesar de la naturaleza del contrato, no hay impedimento para legitimarlo. La libertad contractual es ilimitada. Los autores clásicos franceses atribuían a la imaginación la demarcación de un acuerdo entre particulares. Cualquier cosa puede ofrecerse y adquirirse. Los pactos inter partes son variopintos. La obligación de hacer y no hacer puede incluir hasta el absurdo, siempre que no afecte el orden público.

En una ocasión, la periodista Elsa Expósito decidió vender ideas. Instaló su quiosco en un espacio de la institución pública que auspiciaba la celebración de una feria. No hay constancia de sus ganancias pero disfrutó el negocio.

Aunque bastante inusual la convocatoria, era inobjetable la licitud de la empresa. Mientras no existan vicios del consentimiento, como el constreñimiento, por ejemplo, los pactos tendrán el espacio de la creatividad.

Cualquier sanción para el prosélito infiel, compete a la organización. Cada partido redacta sus reglas. Los estatutos regulan la afiliación, establecen los requisitos para adquirirla, mantenerla y perderla. Si adviene un conflicto, las instancias previstas en el reglamento interno, actuarán en consecuencia. La interpretación de la regla es laxa, asombrosamente permisiva, empero las desbandadas se juzgan en el partido, no afuera.

El desparpajo está sumando, por eso reina. A un discreto opinante le preguntaron ¿muchacho, y todavía estás en la oposición? Respondió esperanzado: hasta que me compren. El método es efectivo en la medida del cumplimiento. A los contratantes les corresponde exigir lo convenido. Las convenciones particulares tienen fuerza de ley, pero la nómina pública no es infinita, ni el soberano puede extender ayudas en desmedro de las lealtades gratuitas. El partidismo en la República Dominicana complace la voracidad de muchos. Sustituye aquel conjunto de empresas estatales que destinaba un reglón del presupuesto para la burocracia adormecida, cuya fidelidad mutante dependía de un chequecito.

Todo no está perdido, pero aquí las soluciones son tardías. Para explicar porqué no estaba arrepentido de haber creído en la utopía comunista, el historiador Eric Hobsbawn dijo: Sé muy bien que la causa que abracé no ha prosperado. A lo mejor no hubiera debido abrazarla. Si las personas no alimentan un ideal de un mundo mejor, pierden algo. Si el único ideal fuera perseguir la felicidad personal, a través de los bienes materiales, la especie humana se degradaría.

Evitar la degradación que menciona el anciano y sabio profesor, es una tarea sin mentor en el país. Parece que no es importante.

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