Por Mateo Morrison
Le dije varias veces que tenía que contarlo porque, aunque, de todos modos, correrá en los labios de los familiares, los profesores, los ingenieros y los estudiantes, será fragmentario; y de eso se podrá quitar y poner. Una parte se queda en anécdotas, en fin, lo que no se cuenta en forma integral, es como si casi no hubiese sucedido.
Estaba convencido de que él debía contarlo y expresé que el talento, la disciplina, el estudio, la solidaridad y la calidad humana no siempre caminan por el mismo sendero. Pero ¿puedo, yo acaso, ser el que cuenta la historia?, dirán: «Eres poeta y padre; lo dirás desde el corazón». Diré algo: «Pero es él quien debe contarlo». No utilizaré en mis palabras la ficción; me alejaré lo más posible de lo fantástico y trataré de acercarme como un telescopio que mira la verdad, en este caso, lo más cercano a la verdad.
No puedo ser alguien que narre de forma omnisciente, pues solo he visto una parte de la historia. La referencia inicial la comparto con su madre, Cristobalina Ramírez, que asumió conmigo la esencialidad vital de que existiera. La historia comenzó con la expresión del profesor Egbert Morrison, su abuelo paterno: «Se llamará Nelson Alejandro», sentenció. Pensé que, al elegir estos nombres de dos eximios triunfadores, lo armaba de caballero para lidiar en las batallas de la vida. Efigenia, su abuela paterna, acarició su humanidad desde que su madre exhibía su gravidez y casi dio a luz, junto a ella, asumiendo también la maternidad desde el primer instante. El calor de familiares y amigos de sus padres lo acogió, pero en realidad, no es una construcción de nosotros, se construyó a sí mismo.
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Desde niño reclamó su espacio, que era reducido; apostó al tiempo con celeridad, amó la justicia y la equidad desde el principio. Con más edad, ante el maltrato de un agente policial, en un transporte público, asumió la defensa del débil y levantó su pecho proclamando el respeto a la dignidad humana, sin temor. Por suerte, no fue un suceso fatal, pero me dejó una herida en la psiquis que dura hasta ahora. Cuando me enteré, toda la familia lo sabía, menos yo: «No se lo digan a Mateo; saben cómo es él con sus hijos». Más adelante, encontró otra inequidad cuando hurtaron las naranjas a un joven mercader cuyo trabajo era el sustento de su familia; él, cual caballero andante, intervino para rescatar a ese joven. Esos son, solamente, dos ejemplos de este adalid de su inclinación hacia la justicia humana.
Su participación como padre alterno de sus hermanos, lo fue conquistando como una necesidad, mientras su padre se deslizaba por las utopías, la poesía y la gestión cultural, es decir, ningún camino que condujera a la satisfacción plena de las necesidades materiales. Eso sí, pendiente de lo esencial que, sin duda, a veces se desbordaba, pero siempre él estaba ahí, consciente de su condición de primogénito responsable.
Si fuera solo el núcleo familiar que recibe su bonhomía, sería plausible, pero lo que sucede es que su accionar se ha ido multiplicando y extendiendo en un medio que veía sucumbir en la pobreza, la impunidad y la corrupción y él nunca ha querido ser indiferente ante esa realidad. Siempre ha estado al lado de la justicia y en contra de una sociedad tradicionalmente secuestrada. Apostó a ser una pieza activa en el engranaje que se oponía al triunfo de los antivalores; su actitud personal y social lo ha colocado siempre al lado de lo correcto, formándose, informando, creciendo, mientras estimula, además, el crecimiento general donde quiera que una vida pueda estar segura viviendo en dignidad.
La construcción de una escuela podría ser un ejemplo que describa su conducta. Se preocupa, a diferencia de la dolorosa costumbre de aumentar las ganancias personales en detrimento de la calidad de la obra, por el bien común. Él, al contrario, prefiere reducir sus ganancias, no solo pensando en el presente, sino en un futuro con las condiciones que requieran espacios adecuados para el estudio, a fin de superar los niveles de desigualdad en un entorno social caracterizado por la irregularidad.
Me acompañó a decidir el traje que debía utilizar para el gran Encuentro Internacional de Escritores Pablo Neruda; se preocupaba de mi vestimenta para el más importante evento literario realizado en el país (tradición que se extiende hasta la actualidad: hace dos años mientras estaba yo en el balcón releyendo a Borges, apareció con tres trajes en la mano). Con su lente construyó una galería de escritores, pintores, cantautores y trabajadores de la cultura, mientras estudiaba en el Liceo Experimental de la UASD, desde donde sacó múltiples experiencias. Y cuando yo pensaba que haría sus estudios en la Universidad Primada, él planificaba irse a estudiar a Intec, a pesar de que como empleado de la Universidad Autónoma tenía derecho a las exoneraciones. El último semestre de la UASD había durado once meses por las confrontaciones con el gobierno central y comenzó, prácticamente en solitario, su camino hacia el Instituto Tecnológico de Santo Domingo para cursar la carrera de ingeniería. Nunca había visto a un estudiante tan convencido de que el tiempo le era esencial para lograr su meta. Nelson Morrison había iniciado un recorrido que no se detendría hasta su maestría en Ingeniería Estructural en Barcelona. Pero al concluir sus estudios en Europa, me dijo que, antes de regresar, los estudiantes que lo acompañaban irían a París, y quiso, junto con ellos, ver las edificaciones de la Ciudad Luz. Ha construido, con los mejores materiales tangibles e intangibles, para que el talento, la disciplina, el estudio, la solidaridad, la calidad humana y la justicia sean la alfombra por donde sus pies firmes, recorran sus años de existencia.
Nunca olvidaré cuando la voz del poeta Federico Jovine Bermúdez en «La casa de la poesía», como llamamos a su hermosa residencia frente al Palacio Nacional, expresó: «Nelson está haciendo en ingeniería estructural lo que Pedro Henríquez Ureña hizo con la ciencia del lenguaje». Me quedé pensativo y entendía que podría ser una hipérbole viniendo de un escritor y, como se trataba de alguien tan cercano a nosotros, contuve el entusiasmo y preferí informarme mejor de una profesión como la ingeniería tan alejada de mis quehaceres vocacionales. Jovine se refería a los cientos de estudiantes que, en América, habían recibido las orientaciones del ingeniero Nelson Morrison a nivel académico y a las promociones que habían bautizado con su nombre en los actos de graduación en diversas universidades del continente. Consulté las figuras del más alto nivel en Ingeniería Estructural y Sísmica del país y me dijeron que la expresión del poeta Jovine estaba confirmada por una trayectoria profesional ejemplar.
Es lógico que esté atravesado, como padre, por el orgullo de su existencia y por sus aportes y constante vigilancia hacia mi realidad vital, por tal razón, recurro a dos expresiones, una popular y una bíblica: «creo que me he quedado corto» y «por sus frutos lo conoceréis».
Hace años, un poeta y diplomático norteamericano se esforzó, sin éxito, por renovar mi visado para ir a eventos en los Estados Unidos, pero continuamos nuestro diálogo aún después de que fuese trasladado a otro país y, en una carta que me enviaba, junto con algunos de sus textos, me preguntaba: «¿Cuántos hijos tienes ahora?» Yo le dije que había nacido el cuarto. Me contestó, luego, en la próxima misiva: «Hay que ser muy optimista para tener más de dos hijos en un país tercermundista». Y eso, que después llegaron dos más en mi segundo matrimonio, completando la media docena. Un poeta amigo, cuando me casé, había dicho: «Conociendo a Mateo, sospecho que tendrá, por lo menos, doce hijos». El poeta no se equivocó, aunque solo la mitad, ha sido mi cosecha.
La casa estaba florecida y era yo el único integrado a la producción material; se multiplicaban los panes y las sardinas. Se pudo estudiar, pero las iniciativas y la participación de Nelson fueron necesarias. Mientras estudiaba, casi a tiempo completo, hacía contribuciones en su condición de fotógrafo. Cumplía con la misión, por varios años, de ser padre alternativo para que sus hermanos siguieran los senderos trazados para que la pobreza no se convirtiera en miseria y las sombras de la carencia no ensombrecieran los caminos; para que las espinas no primaran sobre las flores.
La poesía lo recibió; la educación lo orientó, desde la niñez, al trabajo sistemático; los abuelos lo condujeron a la responsabilidad, mezclando su carácter de dulzura con la rigidez productiva; la ingeniería estructural lo hizo avizorar caminos a largo plazo. Al tiempo que he oído de sus labios las palabras cálculo, acero, hormigón, software, puente, docencia, experto, planos, y he aprendido a visualizar los múltiples caminos que conducen al conocimiento, pues se proyecta con brillantez, precisión, honradez, dignidad y una calidad humana a prueba. Las nuevas generaciones que quieran superarse y guiar a su familia a estadios de desarrollo tienen en él un paradigma para obtener los objetivos soñados.
Durante cinco décadas, los fundamentos de mis deseos, para con él y su porvenir, los dije en el poema «Nelson y los cuatro elementos». Quisiera dejar este nuevo texto para los próximos cincuenta años:
Versos y estructuras
Que sigan aposentándose
en tus sienes
cúmulos de luz.
Que las sombras sean solo
para acompañar las estructuras
de hormigón o de acero.
Que los sismos sean para orientar
tu corazón por viaductos de amor.
Que los puentes calculados
unan las almas que transitan
llevando banderas de paz.
La ciencia y la técnica que acaricias
encuentren el punto exacto
y se aposenten en tus firmes manos,
donde el saber y el hacer
cohabiten hermanados.
Que la vida siga guiando
tu capacidad de armonizar
con la naturaleza,
para volver a desviar sus ventarrones
y convertirlos en espacios de recreación y armonía.
Que las aulas presenciales y virtuales
sigan transitando hacia estrellas,
lunas y soles de la posmodernidad.
Que sigas edificando los mismos jardines
que te recibieron, inyectados de la savia primigenia al nacer