Hay motivos importantes y evidentes para creer que el futuro inmediato de la República Dominicana es promisorio. No hay razones para el pesimismo, a pesar de que viejas debilidades de carácter estructural están ahí, a la espera de ser removidas para que todo el cuerpo social se incorpore al progreso y disfrute de mayor equidad. Mientras, las zonas francas industriales avanzan en producción, en exportaciones y, por supuesto, en la generación de más y mejores puestos de trabajo. El turismo, convertido desde hace años en la moderna espina dorsal de la economía dominicana, sigue viento en popa. Avanza, crece, se diversifica, amplía sus ofertas hoteleras y de habitaciones y espera la pronta incorporación de nuevos polos, como Baní, Pedernales y Miches. Los grandes cruceros siguen tocando puntos emblemáticos como Puerto Plata, La Romana, Samaná y Santo Domingo, cada vez con mayor empuje. No debemos dejar de subrayar que el turismo dominicano tiene un ascendente encadenamiento con la agropecuaria y otros servicios que permite otear un gran futuro para el campo, para el transporte masivo y para el negocio del entretenimiento. Paralelo a la fortaleza del turismo, el país cuenta con un sector financiero robusto e innovador, con capacidad para ofertar nuevos servicios y servir de sostén firme para el desarrollo de nuevos negocios.
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Las remesas siguen fluyendo con un dinamismo que alimenta el optimismo y evidencia el amor patrio y familiar de los millones de criollos que buscaron mejores condiciones de vida más allá de las fronteras, sobre todo en territorio estadounidense. Diez mil millones de dólares al año no es paja de coco para una nación pequeña como República Dominicana. Es un soporte de primer orden que, además, llega directamente a los hogares de menos ingresos de todo el territorio. Pronto, muy pronto, el Sur profundo despertará con la presa de Monte Grande. Agua para tierras secas anuncia mayor abundancia agropecuaria. Nuestro país tiene, pues, razones de sobra para ser optimista de cara al futuro.