Hay que pagar el costo de la seguridad

Hay que pagar el costo de la seguridad

POR JUAN BOLÍVAR DÍAZ
La opinión pública se sintió sacudida esta semana tras informarse que una adolescente había sido violada por cuatro o cinco desalmados que se apoderaron de ella cuando retornaba a su residencia acompañada de un amigo en horas de la madrugada. A ese deplorable caso se unieron el asesinato de un hacendado en Moca por parte de un mecánico que le servía y más tarde el despojo de una yipeta a una señora en un barrio de clase media alta de esta capital.

Se volvió a hablar de una oleada de delincuencia insoportable y hubo quienes terminaron pidiendo la pena de muerte, casi exhortando al nuevo jefe de la Policía Nacional para que vuelva por los fueros de un pasado aún presente y ordene a sus hombres que salgan a matar a todo el que huela a delincuente, práctica en la que se han consumido más de un millar de vidas en la última década, sin que arrojara frutos positivos.

Lo primero que hay que decir es que esos penosos casos no son suficientes para constituir una «oleada de delincuencia», porque de ser cierto habría que concluir en que ya hace tiempo estamos sepultados por una marejada de crímenes y actos delictivos.

Las estadísticas indican que a diarios se producen violaciones de mujeres y muchachas de los niveles populares y medios, y asesinatos de hombres y mujeres de todas las condiciones y robos y despojos de pipetas y vehículos de cualquier clase. Pese a lo cual esta es todavía una de las capitales más seguras del mundo y el que lo dude solo tiene que preguntarle a los extranjeros que aquí residen y a los que nos visitan.

Pero nos alarmamos cuando la delincuencia alcanza a gente de clase media alta y alta, vinculadas a los círculos de opinión pública, como la hija del distinguido economista, el laborioso hacendado mocano o la madre del estimado abogado y político.

Ciertamente la delincuencia va en aumento y es hora de que adoptemos las decisiones precisas para evitar que nos arrope como ha ocurrido con tantas ciudades del mundo, algunas de las cuales nos son muy familiares y queridas como Caracas, Bogotá, Lima, San Juan, Kingston, México o Guatemala.

Lo primero es que tenemos que pagar el costo de la seguridad dotándonos de una Policía Nacional capaz de responder al desafío cotidiano de la delincuencia y contribuir todos y todas con las previsiones individuales para restar oportunidad a los criminales.

Antes que nada tenemos que disponer de un cuerpo policial lo más libre posible de delincuentes. Y no vamos por buen camino cuando su propio comandante da un plazo público, como ocurrió esta semana, para que sus altos oficiales devuelvan un centenar de vehículos de lujo robados y que tras ser recuperados quedaron indebidamente en sus manos.

Si no ganamos la batalla a la delincuencia dentro de las propias filas policiales, es imposible que lo hagamos en las calles, donde unos y otros tenderán irremisiblemente a confundirse y a intercolaborar.

Luego tendremos que profesionalizar al máximo el cuerpo policial lo que no lograremos poniendo en retiro a sus oficiales académicos a los 40 y 45 años, como ha ocurrido recientemente.

Tampoco con un cuerpo donde un sargento gana tres mil quinientos pesos y un teniente 6 mil, a nivel de los conserjes en las empresas privadas. Porque miles de esos hombres armados saldrán a las calles a buscarse su vida, no a proteger las de la colectividad.

Para disuadir la creciente delincuencia tenemos que mantener un fuerte patrullaje en las calles, pero no a pies, como ha iniciado en estos días con tan buena voluntad el nuevo jefe policial, general Manuel de Jesús Pérez Sánchez, sino en vehículos fuertes y dotados de eficientes equipos de comunicación, en cantidades suficientes para que se puedan juntar tres o cuatro en cualquier punto de nuestros centros urbanos en cuestión de dos o tres minutos.

Todo eso está más llamado a la eficacia que la política de «intercambios de disparos con los delincuentes». Y es más prioritario que la compra de equipos militares que para nada estamos necesitando, incluyendo los 38 helicópteros adquiridos por el pasado gobierno para los institutos castrenses.

Estamos obligados a invertir en la Policía Nacional, a pagar el costo de la seguridad y a adquirir una nueva cultura de previsión. Por ejemplo, logrando que nuestros adolescentes y jóvenes hagan sus fiestas más temprano y no lleguen a las casas cuando hasta los vigilantes privados que pagamos están dormidos. Como los muchachos de ahora no saben salir antes de las 11 de la noche ni retornar antes de las 2 de la madrugada, pongámosle horario limitado a sus centros de diversión, siquiera a título de prueba, y obliguémoslos a divertirse en horarios más racionales y manejables.

Si no innovamos, pronto ya no hablaremos de oleadas de delincuencia, sino de marejada permanente.

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