Cuando analizamos el ADN social dominicano nos encontramos con uno de los rasgos más negativos de la herencia genética social de nuestro pueblo, a decir el mesianismo de su clase dirigencial, entendiendo como tal, la inclinación de ciertas figuras o sectores a creer confiadamente que los cambios necesarios para que la sociedad alcance su desarrollo, solo vendrían bajo su dirección y con ellos como héroes mesiánicos.
El concepto mesías tiene su raíz en una palabra hebrea cuyo significado es “ungido”, haciendo alusión a las personas que la Providencia escogió para desempeñar funciones extremadamente especiales. De hecho, ese es uno de los títulos de Jesús.
Esa dañina herencia en el ADN social dominicano impidió que fuéramos gobernados por quienes diseñaron el proyecto de nación, dando paso así, a quienes desde el primer momento dieron señales claras de su intención de erigirse como mesías político. Tal es el caso de Pedro Santana, Buenaventura Báez, Ulises Hereaux, Horacio Vásquez, Rafael L. Trujillo, por mencionar algunos de la historia, pues los del presente son altamente conocidos y ellos desde ya se dan por aludidos.
Ese espíritu mesiánico con el cual algunos pseudo-iluminados han pretendido mantenerse dirigiendo los destinos de la nación en las distintas épocas de nuestra accidentada historia republicana, ha provocado que en los últimos 70 años, mientras otras naciones han sido gobernadas al menos por 17 distintos presidentes, los dominicanos hemos tenido que aceptar ser gobernados por tan solo siete mortales, quienes mayoritariamente han abrazado el mesianismo político como su estandarte.
Si bien es cierto que esa herencia perversa se encuentra en el ADN social dominicano, no es menos cierto que la firme convicción de querer ser diferentes y cambiar las cosas para bien, terminará moviendo a esta generación a abrazar el dominio propio y someter esos vicios que dañan el país, con lo que construiríamos una nación que dependa de instituciones y no de mesías.