¡Hey, AMET, mi chance!

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TONY PÉREZ
El lunes 15 fue un día azaroso para mí. Me disponía a dejar San Francisco para viajar a Santo Domingo cuando agentes de la Autoridad Metropolitana de Transporte (AMET) me interceptaron en la Rivas con Salcedo, en el corazón de este municipio nordestano. Empistolados y con caras de vaqueros del oeste, me ordenaron: ¡Pare y ubíquese en esa esquina! Transeúntes y conductores que pasaban por el lugar observaban curiosos la escena al estilo de los operativos para detener un narcotraficante peligroso. Eran las diez de la mañana.

Uno de los policías se acercó con sigilo inusitado mientras dos se movieron hacia la parte trasera de mi vehículo.

Petiseco, descolorido y larguirucho, con una mano sobre el mango de su pistolón y en la otra la libreta y bolígrafo de la “ley”, masculló: “La placa está mal ahí, debe ir afuera”.

Notándole su agresividad y acentuado deseo de humillar, traté de subirle su ego de autoridad frente a mi papel de civil indefenso y objeto de espectáculo público en plena calle. Con todo el respeto le informé que fue el robo en un estacionamiento lo que me obligó a colocar la chapa nueva en la parte superior interna del cristal trasero, en lugar visible. Le precisé que no quería volver a pasar por la experiencia de las largas filas del destacamento de Recuperación de Vehículos o Plan Piloto y mucho menos volver a perder tiempo de trabajo y pagarla como si fuera la primera vez.

Pero lo que vino a continuación fue un derroche de altanería que no excluyó ni siquiera al jefe de la Policía y al Presidente Fernández, porque -dijo-”soy yo quien trabajo, no ellos”.

Irónico, comenzó con un “no me importa que le robaran su placa porque a mí también me robaron dos pasolas”. Luego me hizo una demostración de sus profundos conocimientos de la extemporánea Ley 241 sobre Tránsito Terrestre.

Giraba, me daba la espalda, adelantaba unos pasos y me imputaba con sarcasmo: “Quiere decir que ahora usted quiere andar como los jevitos, con la placa adentro”.

Me exigió la licencia, la matrícula, el seguro y hasta el acta de bautizo. Lo complací en lo posible porque el cielo sí que no podía bajarle. Pero volvió con la letanía de la 241 mientras sus compañeros, irónicos como él, vigilaban su show a unos cinco metros.

Le pedí que me pusiera todas las contravenciones que entendiera pertinentes pero que ya pasaba de media hora de sol diciéndome lo mismo y me retrasaba el viaje y un compromiso de trabajo. Le recordé que frente a ellos pasaban impunes decenas de autos y demás vehículos en peores condiciones, sin placas, sin luces, sin las mínimas condiciones para transitar.

Respondió: “No es su problema”. Llamó a sus compañeros, incluido el jefecito, según le oí decir. Se acercaron con sonrisa fingida. El drama no pintaba un final feliz a los 45 minutos en la tormentosa esquina Rivas con Salcedo.

Les dije que si yo había cometido falta tan grave, que me arrestaran y me llevaran al cuartel. Pensé que quizás allí estaría más seguro, sobre todo si me permitían el derecho a la llamada. Estaba convencido de sus irremediables actitudes violentas.

Burlones, mascullaron que no era para tanto.

Les pregunté si yo había cometido una falta que mereciera tales niveles de maltrato.

Susurraron. Dos de ellos se apartaron y comentaron no sé qué.

Al retornar con los documentos en sus manos fue cuando el más inquisidor de ellos, un tipo huesudo y desteñido sin el mínimo garbo, identificó mi condición de profesor y periodista. Entonces, como queriendo suavizar su zafacón de humillaciones, llamó a uno de sus dos colegas a quien llamó profesor, porque -se mofó— profesores se entienden mejor.

Y llegó él, su jefe, el profesor socarrón. “No es nada, eso vale un simple ticket por placa en sitio incorrecto”. Me entregaron el boleto con la contravención cuando el reloj había marcado el mediodía. Me dieron la espalda con un desprecio que delataba su pobre formación que los hace hombres peligrosos para la ciudadanía.

Arranqué mi vehículo y avancé en ruta hacia la Capital con mi primera experiencia de ese tipo en veinte años manejando en las carreteras del país. Sólo cuando salí de San Francisco pude ver el contenido del ticket pues en principio mi intención era botarlo en un bolso que tengo para cosas sin valor que afectan el corazón. Noté que estaba incorrecto el número de la placa que escribieron esos AMET.

Pensé en su desconsideración innecesaria, pues bastaba un minuto para disponer la multa. Pensé en los muchos impuestos directos e indirectos que siempre he pagado, tributos que son usados por el Estado para pagar los salarios, la indumentaria y las armas de los policías. Pensé en que AMET-Gobierno ha regalado una prórroga a los empresarios o chicos malcriados del transporte para que circulen sin placas. Pensé en que ni ese plazo me merezco. Me acaban de poner el primer ticket de mi vida, sin chance. Y con abusos.

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