La primera vez que di clases en serio, fue en septiembre de 1967. Desde entonces para acá he encontrado dos tipos de muchachos que me han impactado particularmente.
Siguiendo la primera lectura de hoy (Habacuc 1, 2-3; 2, 2-4), está el grupo de “los hinchados”. Son jóvenes hinchados porque lucen ropas de marcas caras. Alardean de sus proezas del fin de semana pasado. Algunos se dedican a molestar al compañero tímido, y si tienen un coro de espectadores, insisten en faltarle al respeto, usando burlas hirientes. Su valer parece aumentar con la desconsideración de sus compañeros. Su arrogancia se renueva cada día, aunque no tenga en qué apoyarse. Durante el recreo, su deporte es privar. Comentan jugadas estelares del play, pero ellos mismos no juegan a nada. En el aula, su mente divaga sin visa por un país de sueños imposibles.
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Hay otro grupo. Son los que tienen fe. Les faltan años para ser profesionales, pero se entregan cada día a lo que hay que aprender, “aunque lo que esperan tarde en llegar”. No son atletas famosos, pero disfrutan jugando junto a sus compañeros, de triunfos y derrotas. Su felicidad no depende de las marcas de ropa, pero han dejado una marca indeleble en todos sus compañeros. Trabajan felices cada día en lo que les toca hacer.
En el Evangelio de hoy (Lucas 17, 5-10) Jesús nos regala un alfiler para explotar vejigas e hinchazones falsas: ¿hay que aplaudir a la gente que hizo lo que tenía que hacer? ¡Nada eso! “Cuando ustedes lleven a cabo lo que tenían que hacer, digan: –Somos unos pobres siervos, hemos hecho lo que teníamos que hacer–”. Riámonos de los próceres constructores con los cuartos de nuestros impuestos, y seamos felices llevando a cabo lo que nos toca hacer.