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Cuando los hombres españoles conquistaron América, tuvieron que soportar climas infernales, durmiendo meses y meses con las corazas puestas, con una mano empuñando las riendas del caballo y con la otra la espada, nunca dejaron de ser un ejemplo insuperable de valor humano. Como nobleza obliga, los conquistadores españoles, no fueron ingratos. Reconocieron que sus victorias se la debieron “después de Dios al caballo”. Tanto que en los partes de guerra, al consignar las pérdidas sufridas, antes que los propios soldados, se daba cuenta de los caballos heridos o muertos. Se sabía muy bien que sin los valiosos equinos, los acontecimientos hubieran tomado rumbos muy distintos. Los caballos y las armas de fuego tuvieron una influencia decisiva. Estas últimas, a pesa del estruendo que provocaban, en más de una ocasión reportaron menos ventajas que el caballo. Es por ello que ha lo largo de la conquista se encontraron copiosos testimonios sobre el inapreciable servicio brindados por los nobles animales. Constituye un hecho indiscutible que el caballo era totalmente desconocido en América al producirse su descubrimiento. Los naturales asombrados antes su aparición, le temieron.