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Cuando el Genovés que había descubierto un Nuevo Mundo, y el florentino, que ese Nuevo Mundo iba a recibir su nombre.
Allí nació el Clásico del Caribe. Allí como si fuera la propia imagen de Borinquén: Venus morena saliendo desnuda de las aguas, caminando hacia tierra con el solo equilibrio que le da su propia belleza. Esa Venus de Boticelci nacida en el Caribe, montó a caballo y se volvió amazona en San Juan. Atrapada en el ombligo de América, nuestra hípica se antojan tapices multicolores tejidos con las mismas manos, pero realizados con diferentes hilos. Colombia y Venezuela, por ejemplo, tienen esencialmente los lineamientos del turf sudamericano.
En cambio México y Puerto Rico se deja sentir notable influencia norteamericana. Panamá y República Dominicana utilizan conceptos intermedios, mientras Jamaica y Trinidad-Tobago continúan usando los tradicionales métodos ingleses.
Y es que en el terrero de la hípica no inventamos. Simplemente entramos al molde de nuestra zona de influencia, a una forma creada por muchas generaciones hípicas anteriores a la nuestra.
Eso sí, le imprimimos un sello muy personal. Es decir, el pan que nutre a nuestros hípicos se asemeja, aunque esté amasado con diferente levadura. Antes, ese sello se lo habíamos dado a nuestros rumbos y a nuestros destinos.
Vale recordar que los castellanos trataron de hacernos a su imagen y semejanza, intentaron trasplantar su organización y hasta sus nombres. Esta columna es para ofrecerle datos a los lectores que se interesan por este tema a nivel nacional e internacional.