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En resumen no hay pueblo que no enriquezca su mitología con el noble animal. Más aún, no se consideraba sacrificios propiciatorios más elevados a los dioses que su inmolación en las más solemnes ceremonias. Los escitas para agradar al dios de la guerra (un sable clavado en el suelo) mataban un caballo. Los antiguos magiares sacrificaban al Sol un potro blanco y otro tanto se hacían en las regiones del Asia Central: pedían el favor de las potencias celestes colgando pieles de caballos sobre postes y clavando en sus puntas las calaveras de los animales.
También era común sacrificar el caballo del guerrero muerto para que le acompañe en el Más Allá. Sobre la tumba de Gengis Khan se sacrificaron 40 doncellas y 40 espléndidos padrillos. Y desde la dramática descripción de Herodoto de la hecatombe que los escitas realizaban estrangulando mujeres, siervos y cabalgaduras para luego con sus pieles fabricar muñecos que empalaban alrededor de la tumbas de los grandes caudillos muertos, a los caballos sacrificados por los indios tanto en el norte como en sur del continente americano ante la tumbas de sus jefes, se pueden enumerar toda una interminable variedad de ceremonias de los pueblos.