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Leguisamo, tenía un estilo de conducir bien definido. Estribaba alto, aun cuando la embocadura del freno, utilizada entonces en formas ampliamente mayoritarias en los hipódromos rioplatenses, le hubiera permitido estribar más largo. Se apilaba a la perfección sobre el animal que conducía y su secreto era las fuerzas de sus manos y de sus rodillas, apretando la cruz del caballo en una exigencia final inigualada. El freno le permitía manejar las riendas, sujetar al animal, o lanzarlo al cierre final, con una sola mano; le quedaba, pues. Absolutamente la otra, para castigar con la fusta. Y lo hacía en forma demoledora; no por cierto, por la frecuencia del castigo, sino por la fuerza, limpieza y seguridad de los fustazos.
Era raro que pegara a su conducido más de tres o cuatros veces, en todo el curso de esa larga restas finales de los hipódromos rioplatenses (entre 550 y 700 metros) a lo sumo media docenas de fustazos bastaban para culminar la exigencias. Esta tenía su punto cardinal en presión de los muslos, y de sus rodillas. Sobre las cruces, Así pegado a la montura.