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Los antiguos manglares sacrificaban al Sol un potro blanco y otro tanto se hacía en las regiones del Asía Central pedían a favor de las potencias celestes colgando pieles de caballos sobre el poste y clavando en sus puntas las calaveras de los animales. También era común sacrificar el caballo del guerrero muerto para que le acompañe en el más allá. Sobre la tumba de Gengis Khan se sacrificaron 40 doncellas y 40 espléndidos padrillos. Y desde la dramática descripción de Herodoto de la hecatombe que los escitas realizaban estrangulando mujeres, siervos y cabalgaduras para luego con sus pieles fabricar muñecos que empataban alrededor de las tumbas de los grandes caudillos muertos, a los caballos sacrificados por los indios.
Tanto en el norte como en el sur del continente americano ante de la tumba de sus jefes, se puede enumerar toda una interminable variedad de ceremonia de las que los mismos pueblos civilizados no pueden substraerse. Pues aún hoy, durante los funerales de algún capitán famoso, el caballo enlutado sigue lo despojos de quien fuera su jinete. Costumbre que se usaba como una mediada sine qua non en aquel entonces.