Historia de Bululo el fatulo

Historia de Bululo el fatulo

FEDERICO HENRÍQUEZ GRATEREAUX
Al oir este nombre algunos creerán que se trata de un árabe de Africa del Norte. Los nombres Abdulah, El Fadul o Fatah son frecuentes entre magrebíes. Pero este Bululo era un «dominicano integral», en plenitud de su identidad nacional: mulato, con bigote «chorriao» a ambos lados de la boca, siempre «en mangas de camisa», jugador de billetes de lotería, profundamente involucrado en el consumo de ron blanco de la marca Brugal. Su nombre le venía tal vez por la pertinaz mala suerte que le acompañaba a todas partes. Se les dice «fatulos» a las personas que «no pegan una». Es posible que esa especie de fatalidad originara el sobrenombre de Fatulo. No lo sé. Sea lo que sea, lo cierto es que Bululo tenía un aspecto alicaído.

Durante algún tiempo Bululo estuvo trabajando en una empresa litográfica especializada en producir etiquetas a colores. Trabajaba «horas extra» en esta imprenta cuando sufrió el primer accidente. Por un descuido del propio Bululo la guillotina le corto la punta del dedo índice. La falange fue a parar al zafacón con los recortes de papel; Bululo corrió desesperado hacia la calle a buscar un médico. A resultas de ese problema adquirió la costumbre de levantar el dedo si bebía ron en un vaso con hielo. Parece que después de la curación el dedo quedó sensible a los cambios de temperatura. Después, Bululo fue a trabajar a un periódico, un diario de gran prestigio. Allí estuvo empleado durante dos años.

También en el periódico Bululo tuvo mala suerte. Un día una bobina de papel cayó del montacargas y rodó por un pasillo; el pesado rollo alcanzó a Bululo y lo tumbó. Un tobillo fracturado en varios lugares le obligó a permanecer cuatro meses en el patio de su casa, con muletas y un hierro dentro del hueso. El dolor no lo dejaba dormir en las noches y Bululo quedaba aletargado por muchas horas en el patio, en una mecedora. Los lagartijos llegaron a caminar por su cara y hasta los pájaros se posaban en su cabeza sin que Bululo se diera cuenta de ello. Daba la impresión de que bebía algún anestésico o dormitivo para paliar el dolor del tobillo.

En realidad, el único anestésico que Bululo consumía era el ron Brugal. «Chupaba» medio litro por la mañana y otro medio litro por la tarde. Al cabo de varios meses el tobillo mejoró considerablemente; mas no se pudo evitar que quedara con una visible cojera. Pero desde esa época Bululo no paró de beber. Le gustaba el sabor picante del ron, su olor característico, a medio camino entre banquete y enfermería. Empuñaba el vaso con su dedo levantado y celebraba, cada vez, la espléndida oportunidad que la vida le brindaba para escapar de la mala suerte. «Beber alegra el corazón y espanta la fatalidad», afirmaba Bululo. «Todas las cosas malas me han ocurrido mientras trabajaba y no bebía. En cambio, bebiendo he conseguido los mejores amigos y me han tocado tres premios de lotería.»

Cierto día, al pararse de una mesa contigua a una barra para ir al baño, Bululo tropezó con una silla, se fue de boca al piso y se rompió varios dientes. Este accidente él lo atribuyó a que había visto a un periodista en la puerta del bar y acarició, por un momento, la idea de pedirle trabajo. Nada más que un intento de solicitar trabajo le había traído mala suerte. A partir de aquel día Bululo jamás quiso comprometerse a realizar ningún trabajo formal, «con horario regular». «No deseo alquilarme por un dinerito y perder mi libertad». Y añadía enfáticamente: «Me levanto y acuesto a la hora que me da la gana».

Bululo era hombre «con poca iniciativa» pero no era capaz de robar ni urdir trampas para vivir. Pedía ayuda a sus amigos con delicadeza, tímidamente; a menudo aclaraba que el dinero recibido no podría ser devuelto. A sus amigos los trataba bien, con cortesía, casi con ternura. Los recibía con ojos de satisfacción porque la cara huesuda se le había convertido en mueca permanente. Al perder los dientes creó el habito chocante de sonreír hacia atrás, volteaba la cara para ocultar los muchos dientes que le faltaban. Sus ojos neblinosos de alcohólico nunca perdieron esa dulce expresión de afecto cálido, amistoso.

En una ocasión Bululo me abordó directamente: ¿Por qué nunca bebes un trago conmigo? ¿Te avergüenza sentarte aquí con un amigo que te aprecia? Halé la silla, me senté, pedí una cerveza Presidente grande; mire subir las burbujas, la espuma a punto de desbordar el vaso. «Oye –me dijo repentinamente Bululo–, este mundo y esta vida no pueden resistirse sin algún aliviadero. O bebes o fumas o juegas quinielas. Trabajar no es saludable. Ya sabes lo que me ha pasado a mí. Eso que miras aquí, alrededor de ti, las mesas, la gente, las botellas, no son más que ilusiones, sombras irreales. Lo único verdadero es sentirse bien, libre, por encima de todas las cosas, sin preocupación por la riqueza ni por la muerte. No tomes a mal mis palabras de borracho; sé que buscas afanosamente dar sentido a tu vida y hasta formulas planes para la organización social. Pues bien, si al final no logras nada, ten el valor de beber un trago en mi nombre.»

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