Aquella arma oxidada reposaba envuelta en un pañuelo rojo, en el rincón polvoriento de un armarito esquinero. Nunca tuve claro si se lo regaló a papá su gran amigo Jacinto de Castro o el general Rubirosa, padre del famoso “playboy” internacional. El caso es que tenía algo de esqueleto y las balas eran tan viejas que apenas tenían alcance cuando disparaba en navidades.
Nos azotaban tiempos económicamente difíciles y mi padre, adicto a adquirir suntuosas revistas norteamericanas en la librería Para Ti les avisó a los dueños que dejaran de mandarle los ejemplares que tanto le gustaban.
El judío no hacía caso. Semanalmente tiraba por las rejas un paquete con las últimas ediciones de Saturday Evening Post, Squire y otras lujosas publicaciones.
¡Que no!!!… ¡Que no puedo pagar revistas… No me tire nada!
El hombre continuaba… “Paga después… no preocupa… buen cliente”.
Un sábado el atardecer se escucha desde el otro extremo de la imprenta un vocinglerío espantoso. “¡Tramposo! ¡No paga! ¡No paga mi dinero!” Y papá, todo embarrado de grasa, saliendo de debajo de una máquina, pregunta: ¿Qué sucede?
“El judío etá dao al demonio. Dice que lo han engañao. Que le busquen su dinero”.
“¡Tú verás dinero!!! ¡Jaime, tráeme el revólver!!!”
Y Jaime viene con aquel hosco revólver oxidado, se lo entrega y con sus corpulentos seis pies de altura, asustado, tira al judío por encima de una cancela de tela metálica, al otro lado. El hombre cae al medio de la calle Padre Billini corriendo, como solo caen en los muñequitos. Al instante, mi padre recobra el juicio y se avergüenza de su actitud. …Esos judíos que venían del nazismo, que habían sufrido tanto…
No teníamos dinero, pero lo mandó a buscar prestado.
Conmigo en un coche, también a crédito, nos dirigimos al lugar donde vivía modestamente el judío, frente al entonces parque Ramfis, por donde se encuentra hoy la clínica Abreu.
Cuando nos avistaron, la esposa del judío vino de rodillas, llorando. “¡No mata, no mata!”, clamaba. No hubo forma de convencerla. Papá decía “perdón” una y otra vez, pero ella no entendía nada, bañada en lágrimas. Solo decía “no mata, no mata, no debe nada”. Solo las lágrimas de mi padre causaron un efecto en la señora y entonces el judío vino también de rodillas implorando perdón. Fue una escena inolvidable. Fuerte, conmovedora.
Mi padre le decía arrepentido y lloroso: “Perdón, perdón, que ustedes han sufrido mucho”.
Esa fue la última vez que usó aquella arma oxidada.
El viejo revólver terminó sus días en el fondo de un pozo donde hoy se encuentra una pizzería italiana, frente a la iglesia de Regina, que era donde estaba la imprenta.
Agua turbia y lágrimas se mezclaron en recuerdo de ese episodio inolvidable.