Historia de vida- Graciela Azcarate “Delante de la puerta cerrada”

Historia de vida- Graciela Azcarate  “Delante de la puerta cerrada”

El jueves 10 de septiembre del 2015, la psicóloga Miguelina Justo me invitó a una conferencia dictada en el Colegio Médico Dominicano para contar los resultados de una investigación que ella y otra colega psiquiatra habían llevado a cabo sobre cómo se informaba en los medios y en la prensa acerca de los suicidios.
En 1973, Doris Lessing dijo en una entrevista publicada en Harper´ Magazine:
Una solo empieza a descubrir la diferencia entre la persona que realmente es, su verdadero yo, y su apariencia cuando comienza a hacerse mayor…
Toda una dimensión de la vida se desvanece, de repente y una descubre que, de hecho, estaba acostumbrada a utilizar su aspecto externo para atraer la atención… Es algo biológico. Algo total y absolutamente impersonal. Realmente es lo más saludable y fascinante que puede ocurrirle a una persona, despojarse de todo eso. Envejecer es extremadamente interesante en realidad” Germaine Greer. “El cambio. Mujer, vejez y menopausia”, 1986. pág. 62.
En el medio de esa juventud de futuros médicos, nutricionistas, psiquiatras, psicólogos, cirujanos, neurólogos, enfermeras surgió en mí la pregunta: ¿Qué pasa con la salud mental de los envejecientes?
Porque del trabajo de investigación de las dos mujeres terapeutas en el Hospital Padre Billini, las estadísticas arrojaban un porcentaje aterrador. El 65% de las muertes por suicidio corresponde a envejecientes de 60 años en adelante.
Es decir, la población de la tercera edad de República Dominicana es tan desdichada, está tan abandonada y sola que elige el suicidio para huir de una realidad agobiante.
En el año 2014, hasta el año 2016 me encargaron la investigación, recolección y búsqueda de documentos para indagar en los orígenes de una familia dominicana.
El punto focal estaba en el fundador de la familia, un puertorriqueño que emigró a República Dominicana a mediados del siglo XIX. Se graduó de farmacéutico y después emigró a San Pedro de Macorís, donde fundó un emporio en la ganadería y la farmacéutica.
Durante dos años investigué, recopilé materiales, historias, fotos, viejos documentos de San Pedro de Macorís, de Puerto Rico y del Caribe.
Hice lo que describió el historiador español Justo Serna, catedrático de Historia Contemporánea en la Universidad de Valencia cuando narra la vida del historiador Tony Judt.
Dice así: “Histor, en griego clásico significa el que sabe, el que ve, el que investiga. (…) es alguien que todo el tiempo busca todo tipo de testimonios para obtener versiones de esos acontecimientos. Y es alguien que traza una línea…
El histor sabe que no todos saben lo mismo, que no todos los testigos dicen lo mismo, que no todos los humanos conciben lo mismo. Es por todo eso que ha de recopilar datos y relatos, versiones y relaciones. ¿Para qué? Para poder ordenar en las informaciones y para poder contar las cosas con la mayor probidad posible: con la mayor rectitud y erudición posible. Con el mayor rigor.(…) Un historiador es un tipo modesto que no construye sistemas ni tiene epifanías o revelaciones. Es, como mucho, un analista de grandes procesos. Procura tener un relato documentado de lo pretérito”.
A lo largo de esos años, en la penumbra se fue dibujando el contorno de las mujeres de la familia y de esa sociedad de plantación que por las características de la familia patriarcal habían quedado relegadas al olvido.
Fotos, partidas de nacimiento, de casamiento, de defunción, cartas, títulos de doctora, de la primera doctora en farmacología en un arco de historia social que iba desde 1890 hasta la década de los sesenta, todas silenciadas. Todas delante de una puerta cerrada.
Evoqué y busqué en mis archivos un texto que escribió el doctor Segundo Imbert Brugal para presentar su libro “Por órdenes superiores”.
Dice así: “Enfrentados con traumas psicológicos y tragedias sociales, recurrimos como defensa a la negación y el olvido. Reprimimos memorias para seguir adelante sin la perturbación de un dolor perenne. Y se logra. Pero quedan cargas y consecuencias del insulto, que matizaran, siempre nuestro comportamiento individual y colectivo. Los dominicanos menores de sesenta años de edad, apenas tienen un brumoso recuerdo, si es que lo tienen, de la sordidez y la maldad que fue dueña de la República durante la dictadura trujillista, sin embargo sufren las consecuencias de las mismas”.
(Reseña social publicada el martes 30 de diciembre de 2014 en la prensa nacional).
Durante un año entrevisté a más de ocho o nueve señoras ancianas con una media de edad que iba de los 70 a los 91 años.
Fue una confesión en sordina, crepuscular, de una vida de mujer vivida en los entretelones de una sociedad patriarcal sometida además a la sordidez del trujillismo, en una economía cerrada de plantación.
En el mes de marzo del año 2014, una anciana casada con uno de los descendientes del patriarca familiar, llegó al país del extranjero y no solo se prestó a la entrevista sino que me dio fotos, documentos, relatos de otras vidas y me llevó a San Pedro de Macorís donde había nacido el 6 de noviembre de 1937.
De la mano de esta vieja señora recorrí la historia y todas las estaciones del dolor que vivió esa sociedad y me di cuenta que esas ancianas contaban no solo su vida sino toda una cultura, una forma de vivir, de ser, de casarse, o de resignarse a una vida impuesta por los otros, de hacerse adultos, de tener hijos, de vivir con los sellos de comportamiento de una sociedad de plantación en el Caribe español.
La dimensión exacta del sufrimiento de toda una sociedad y en especial de las mujeres ancianas me lo mostró un sábado 14 de marzo en que me invitó a una barriada pobre donde todos los sábados se distribuye leche. Es un programa de asistencia social en el cual ella participa. Evoqué a Evangelina Rodríguez y “su gota de leche”. Después me llevó al cementerio y recorrí las tumbas de todos los integrantes de la familia a la que ella accedió por casamiento. Lo extraordinario, la desmesura es que cercanas estaban las tumbas de la olvidada primera médica dominicana Evangelina Rodríguez Perozo y en el otro pasillo, la tumba de la primogénita de esa familia que fue la primera doctora en Farmacología egresada de la Universidad de Maryland.

En el libro que conmemora los aportes de los farmacéuticos al país, “Farmacéuticos y farmacias en República Dominicana”, de la autoría de Rafael Tobías Genao, ella no está incluida. En el libro de la doctora Valentina Peguero “Mujeres pioneras dominicanas”, en la página 770 está narrada en una frase de cuatro renglones.
Sociedad patriarcal, autoritaria, excluyente y misógina que segrega de manera simultánea a jóvenes y a viejas, a instruidas y analfabetas, a mujeres del pueblo o con solera y renombre familiar. Todas sin distinción están ante una puerta cerrada.

Cuentan que la diosa Deméter enfureció cuando vio el sacrificio de Ifigenia, a manos de su padre, entregada a la muerte a cambio de unos vientos para su flota.
La diosa tomó a la joven sacrificada y la puso como una estrella en el cielo de Tauride. Pensé en estas mujeres viejas, silenciadas ante una puerta cerrada y como la Diosa, a través de la escritura, decidí relatarlas y ponerlas a todas en el cielo de las Antillas.
Reescribí muchas veces esta historia hasta que en mayo 2017, la imprimí y la dejé en mi mesa de trabajo. A lo largo de los meses me visitaba en sueños la Reina del Merengue de 1957, con su vestido de volantes. Me di cuenta contra todo pronóstico agorero que unas ancianas dominicanas, de ochenta años habían mirado la puerta cerrada, habían trascendido la maldición del silencio y que alegres y oportunas usando las redes de Internet me contaban cómo fue su niñez, su adolescencia, cómo estudiaron en el extranjero, cómo entreabrieron la puerta de la sujeción, cómo encarnaron lo más joven y fresco de su juventud y se negaron a ser las víctimas.
Anoche comprendí que esa adorable anciana que me visita con su vestido de volantes, y la otra que me escribe desde Tallahasse y me envía fotos de su tía y de su abuela y se baña, adolescente en una playa, en 1948, ellas, con humor y gracia habían abierto la puerta cerrada y que como en el poema de José Emilio Pacheco nos decían que (…) “Todos envejecimos menos la abuela-más hermosa que nunca, a sus ochenta años”.
Santo Domingo, domingo 6 de agosto 2017.

Publicaciones Relacionadas

Más leídas