En este bullicio acusatorio, donde los documentos van y vienen, debemos agarrarnos de la historia. Conociéndola, podemos llegar a nuestras propias conclusiones, no aceptar las que nos imponen.
El dictador Ulises Heureaux fue un manirroto que vivió cogiendo prestado. Dependía del prestamista Cosme Batlle, al que en pago le dio las aduanas de Puerto Plata. No existen, tengo entendido, documentos de que haya dejado fortuna, o que haya sacado del país algunos dólares. Puede que se lo gastara todo en los hilos de oro de sus vistosos uniformes.
Horacio Vázquez creo que murió sin riquezas escandalosa.
Es a partir de que se entronizara Trujillo cuando se inicia el desenfrenado espolio del erario. Al Jefe no le importaron las formas. Exhibió su poderío económico igual que el personal por todo el mundo. Existe constancia de inversiones en los Estados Unidos con su nombre y apellidos, y cuentas en diferentes países sin ningún disimulo. Sus descendientes han vivido de ese robo sin que nos hayamos ocupado de recuperarlo.
Luego contamos los Austin y bebimos el whisky del contrabando de la policía. Y siguieron prosperando los generales.
Al asceta imperial Joaquín Balaguer – a quien bastaban unos cuantos limones dulces, unos raviolis y unas cuantas muchachotas – enriqueció a costa del Estado a sus íntimos: desde el que una vez le barrió el patio hasta el barbero. Alimentó la boa. Institucionalizó la corrupción. Utilizó la excusa, la sempiterna excusa, de la gobernabilidad. También creyó lo de que somos unos ladrones incorregibles.
Los gobiernos del PRD no se salvan ninguno. Se sabe – sin pruebas, que siempre son difíciles de conseguir, teniendo en cuenta las compañías de camuflajes y los bancos que tragan dinero sucio – de cuentas offshore y de la prosperidad de sus dirigentes.
Llega el PLD, y cual atleta olímpico, supera los récords de corrupción de las boas balagueristas y sobrepasa el de los Trujillo. Los negocios del anillo palaciego se internacionalizan. De tanto dinero en su poder, los empresarios tradicionales pasan a ser sus socios. Y mientras el hacha va y viene, nos castran el desarrollo. Todos se acusan y pocos se someten.
Entonces, no hay necesidad de que nos enseñen cuentas danesas, de Dubai o de Panamá. Tampoco que nos señalen Ferraris, edificios, mansiones, apartamentos, ni casas campestres. Las probabilidades de que un político o política dominicana tengan millones en diferentes partes del mundo o debajo del colchón, son infinitas. La historia los desenmascara estampándoles un sello mayor que el gomígrafo del Banco Mundial.
Peor aún, tenemos el convencimiento de que, finalizada la guerra bacteriológica electoral, gane quien gane, todo seguirá igual: cárceles vacías de presidentes y ex presidentes; funcionarios y ex funcionarios.
Pero la historia es truculenta. Llega un momento en que al circo le crecen los enanos. ¿Estamos en ese momento? Veremos, como dijo el ciego. Después de las elecciones lo sabremos. Pero no aceptaremos la gobernabilidad como excusa, ni tampoco lo de que todos somos ladrones.