Hola, hola

Hola, hola

COSETTE ALVAREZ
Quisiera decirles que estuve de vacaciones en algún lugar fresco y hermoso. Quisiera decirles que no encontré tema para escribir en las pasadas dos semanas. Pero no. Es que, en este país, hasta reconocer lo poco que se hace bien está dando mucha brega. No hay nada que provoque más suspicacia que el desinterés, el desprendimiento. De todos modos, ya descansaron de mí lo suficiente. Si me resulta increíble la cantidad de pésames que he dado en los últimos tiempos, más increíble me resulta la cantidad de comesolos con los que he coincidido en esas tristes actividades sociales. Antes que nada, tengo que admitir, como ya lo hice a finales del año pasado, lo saludadores y comadreros que están en esta ocasión.

Diría que aprendieron lo caro que se pagan las antipatías y los desdenes. Pero como les digo una cosa, les digo la otra: solamente saludan. De ahí, no pasan. Y es lo mejor que hacen, porque tampoco es que han aprendido a ser agradables. Si nos descuidamos, dan boches.

En uno de esos lamentables encuentros funerarios, coincidieron precisamente todos aquellos peledeístas con los que hacía gran parte de mi intensa vida social, en una época más bien larga. Algunos parecían verdaderamente contentos de toparse conmigo de frente, otros me saludaron con mucha distancia, algunos entre dientes, y otros prefirieron hacer que no me conocían. Incluso había uno que no se ha cansado de decir que soy la enemiga más peligrosa que tiene el PLD. Ya quisiera serlo. Pero ese honor me queda grande, muy grande. Enemigo de su partido y de su gobierno es él, cuya sola existencia desacredita el ambiente en el que se desenvuelva, el que sea.

En absolutamente todos los casos, entre que no había luz para el aire acondicionado y que yo fumo, estuve en el parqueo cuando llegaron. Señores, cada vez que veía a uno de ellos apearse de un Cadillac, de un Lincoln Continental, de cualquier marca de yipeta de lujo, todos con chofer y muchos con guardaespaldas ¡y franqueadores!, no pude evitar recordar las tantas bolas que les di, no sólo dentro de un barrio o de la ciudad, sino por todo el país.

Tantas bolas, tantos cocinaos así fuera de spaghetti, tantos menudos para lo que ellos siempre admitieron como sus “vicios de pequeños burgueses”, tanto estar disponible, tanto conseguir de todo sin preguntar para qué, tanto respetar misterios, tanto guardar secretos, tanto de todo, todo incondicional. Como es natural, ellos no recuerdan nada de eso.

Ellos no pueden recordar lo que recibieron, poquito o mucho, por amistad, por solidaridad, por apoyo a una causa, por creencia en los principios que entonces, aunque tampoco practicaban, predicaban con fruición. No pueden recordar nada de eso, porque su vida, al menos la material, ha mejorado sustancialmente, mientras la mía va de mal en peor. Ahí está a quien tanto serví de chofer, incluso en carros ajenos, durante su campaña, por cierto, vicepresidencial, en 1982. Ahora, veinte y pico de años más tarde, él es vicepresidente, y yo una desempleada, cancelada precisamente por su gobierno.

Así son las cosas. Mientras tantos de ellos pasaron de peatones a “monturas” a todo dar, ya sea en propiedad o en usufructo como parte de las inherencias de los puestos que supongo desempeñan, cada vez que cambio un carro, es para uno más pequeño, de menor consumo, de menos comodidades, más barato. De momento me quedo completamente a pie, como andaban ellos cuando los conocí y los trataba (¿o les servía?) de cerca.

¡Dios mío! De entre ellos, uno de los que me sentía más amiga, de él y de su esposa, fue brevemente mi alumno cuando era un empleadito de quinta en una secretaría de Estado de la que en la gestión peledeísta anterior fue el incumbente. Yo apreciaba tanto ese tipo que con mucho gusto le daba bola, con el solazo del mediodía (los carros de antes no tenían aire acondicionado), desde El Vergel hasta lo último de la carretera Mella, cuando la avenida 27 de Febrero solamente llegaba hasta la calle Leopoldo Navarro, para que tengan una idea de la vuelta que tenía que dar. (Nótese que yo vivía en casa propia en El Vergel y él casi en San Isidro, mientras ahora vivo en casa alquilada en un barrio de bachatas a todo volumen, y él… digamos que no sé dónde vive, lo cual se aproxima a la verdad.)

Me encontré con él en una actividad artística, le pregunté por su esposa, mi amiga. Me contestó que estaba en una universidad, le pregunté que haciendo qué y me contestó, todo lo grosero que pudo: “¡Estudiando! ¿No te dije que estaba en la universidad? ¿Tú no sabes lo que hace la gente en la universidad?” Yo le había atribuido inteligencia y educación como para entender que mi pregunta era sobre la carrera, maestría o doctorado que ella estuviera haciendo. Me comí uno de los grandes, con catchup y mostaza. Imagínense si hubiera necesitado algo de él como funcionario del gobierno, cuyo sueldo contribuyo a pagar sin ser consultada. ¡Hasta me había alegrado la vana ilusión de tener un amigo en esa institución pública, por cualquier cosa! ¡Hasta le había dado buena fama entre los muchos empleados que conozco allí!

Les digo que con esta gente no hay suerte. Encontrarse con ellos, si no termina en un disgusto o en un intento de vejación del que debemos mantenernos en alerta para evitar, lo menos que da es aprehensión. De verdad, estoy que se me cierra el estómago cuando alcanzo a ver uno de ellos. A todo el mundo le explico que el asunto es personal, porque a fin de cuentas, en términos políticos, sociales y económicos, se ocuparon cabalmente en igualarse a los partidos que critican, a los que supuestamente se oponen.

La diferencia, desde mi punto de vista, es en lo personal. Nos han llevado a percibir a los reformistas como caballeros y damas, a los perredeístas muy cercanos a la gente común y corriente incluyendo, por supuesto, defectos y limitaciones, y a ellos como extranjeros, por no decir extraterrestres. Miren que se están esforzando por ser simpáticos, pero, ¡qué va!, no pueden.

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