Cuando los hombres son puros, las leyes son inútiles; cuando son corruptos, las leyes se rompen. En esos términos se refirió el otrora primer ministro inglés Benjamin Disraeli al teorizar sobre la eficacia de las leyes en Reino Unido, justo en momentos que se pretendía legislar sobre toda cosa.
Nos viene como anillo al dedo citar la centenaria expresión del político británico, pues ha vuelto al debate público el sobreestimado proyecto de ley de partidos políticos, que a juzgar por las ponderaciones que de éste hacen ciertos sectores, vendría a resolver los problemas de nuestro sistema de partidos políticos. Nada más ingenuo que esperanzarse en letras muertas para que la nación cuente con actores políticos íntegros y cónsonos con el interés colectivo.
La teología Paulina, el pensamiento socialista y la doctrina guevarista han conceptualizado sobre la necesidad del resurgir de lo que esas corrientes definieron como el “nuevo hombre”, a decir, un ser comprometido con el bien común, la solidaridad fraterna y la integridad en el accionar público y privado.
Sin la existencia de un “nuevo hombre” en nuestro sistema de partidos, no esperemos cambios sustanciales en los actores políticos dominicanos. Hasta que no opere en nuestros políticos lo que lo griegos definían como “metanoia”, “cambio profundo de la mente”, tendremos en los partidos políticos integrantes que son tan solo agentes del mal, que refugiados en esas estructuras institucionales se benefician de la perversa solidaridad organizacional y de la manipulada disciplina partidaria para no modificar su nefasta manera de accionar.
No dudo que la ley de partidos políticos será aprobada, sin embargo, pasará a ser parte del extenso número de leyes muertas que pululan en nuestro ordenamiento jurídico, pues los vicios de nuestra clase política no serán salvados con leyes natimuertas, sino más bien con acciones que transformen las estructuras corroídas de nuestra sociedad, iniciando con la familia.