Las narraciones del Antiguo Testamento muestran, desde muchos ángulos, que el hombre es “un animal mañoso”. Es capaz de crear toda clase de problemas sociales, familiares, administrativos, morales, sanitarios. Está consignado que Adán tuvo que ser expulsado del Paraíso terrenal; siguen siendo “enigmas psicológicos” los motivos que tuvo Caín para matar a su hermano Abel; la desaparición de Sodoma y Gomorra intriga a los arqueólogos que exploran las cercanías del Mar Muerto; nadie puede explicar porqué existen mujeres “machorras” y hombres “hembrorros”. Saúl, Primer rey de Israel, llegó a sentir animadversión por David. Tocaba demasiado bien el laúd y componía hermosos salmos.
La insensatez humana está expuesta en todo su “esplendor” en el capítulo once de Números. El pueblo de Israel, acampado en el desierto de Sinaí, pretendía comer carne. Soñaban con el pescado que comían gratis en Egipto, cuando eran esclavos de los faraones. Todos decían estar hartos de comer maná. Y pusieron en aprietos el liderazgo de Moisés. Dios mismo tuvo que ayudar a Moisés en las tareas ingratas de repartir el liderazgo. Desde luego, se vio precisado a “insuflar” en otros varones israelitas, algo del espíritu de Moisés. Los hombres con capacidad para mandar están dotados de virtudes especiales.
Dirigir una empresa de negocios, una oficina de servicios públicos, requiere de un carácter y una disciplina que no tienen todas las personas. Lo primero es que los líderes, jefes o directores, tienen que arar “con los bueyes que hay”, aunque sean mañosos o turbulentos. Con los “individuos disponibles” deben realizar trabajos que no siempre esos individuos quieren emprender. No pueden esperar “resultados perfectos”, ni aquiescencia unánime. Cuando se trata de poder político hay que agregar que es esencialmente inestable o movedizo.
Un hombre de Estado se ve en la obligación de ser duro, e incluso cruel, para conseguir objetivos benéficos para la sociedad. Debe “bregar” con los aspectos menos agradables de los seres humanos: la codicia, la ambición, la necedad, la arrogancia. Y no puede esperar nunca la comprensión y la buena fe. La famosa frase de Shakespeare: “I must be cruel only to be kind”. (Debo ser cruel sólo para ser benévolo), sugiere una permanente tensión en el alma del gobernante.