Homenaje a la nostalgia

<p>Homenaje a la nostalgia</p>

ROSARIO ESPINAL
Hace varios días en un hospital de Filadelfia, mientras me registraba para un chequeo médico, el encargado de tomar mis datos personales me habló en español. Por su acento capté inmediatamente que era puertorriqueño. Suave y amigable me preguntó de dónde era. Dominicana, le dije, e inmediatamente me platicó de sus amigos dominicanos que tanto lo han invitado a visitar su tierra, un pueblo del Cibao, me dijo.

Para corresponder su gesto amistoso entablé conversación y le respondí: “pues vaya, creo que lo pasará muy bien”. “No, no iré”, dijo el señor, y yo sorprendida le pregunté: “¿Por qué?”

Entonces con la cara ligeramente retorcida de tristeza me dijo: “Porque si voy, me quedo”. Mi asombro aumentó pues el señor no era dominicano ni conocía el país.

Tuve entonces dos opciones: proseguir respondiendo las preguntas para que completara el registro, o indagar sobre su extraña respuesta.

Llena de curiosidad le dije: “pero si usted nunca ha visitado la República Dominicana, ¿cómo sabe que se quedaría si la visita?” Y con sabiduría emocional de muchos años de melancolía me respondió: “porque no tengo que ir para saberlo, con imaginarlo me basta”.

“¿Y a Puerto Rico, no va?” Y su respuesta me dejó aún más perpleja: “Tampoco”. En ese momento la tarea de ingresar los datos personales a la computadora perdió toda relevancia. Mi atención se centró en indagar por qué su renuencia a hacer algo que podría darle satisfacción.

Me contó que hacía mucho tiempo había emigrado de Puerto Rico a Estados Unidos, que tenía una familia que mantener y que añoraba mucho su tierra, aunque la posibilidad de regresar era tan remota como inexistente.

Llevaba 20 años en ese trabajo, y entre criar los hijos, enviarlos a la universidad y esperar una futura jubilación, transcurrían sus días ingresando datos.

El hombre, eso sí, estaba repleto de añoranzas que alimentaba en sus largas horas de trabajo. Por eso ni de paseo se atrevía a visitar su tierra borinqueña, ni nada que se le pareciera. Se limitaba a recrearla como pérdida que aflige y produce una constante melancolía.

Venciendo mi sensación de impotencia hice un pequeño esfuerzo para motivarlo a que viajara. Le sugerí ir a República Dominicana en vez de Puerto Rico, porque quizás así la choque emocional del reencuentro sería menos intenso.

Pero su resistencia fue férrea. No quería quedar atrapado en la realidad de lo que soñaba como idílico y verse tentado a abandonar las responsabilidades que día a día rigen su vida.

La opción para él era la distancia. Así no se exponía a una tentación que podría arrastrarlo a la locura irresponsable.

Me admitió dificultad para los encuentros efímeros que solo sirven de anti-depresivos fugaces.

Pensé entonces en muchos otros inmigrantes que buscan constantemente el reencuentro. Que prefieren ir y venir a la pena de vivir constantemente en la melancolía que acompaña la nostalgia por el terruño.

Pensé en Juanita, mi merengue favorito de estación, esa que volvió aunque dijo que no volvía. Y después, impactada por la conversación, proseguí a realizar mi examen médico.

Es difícil para quien nunca ha emigrado comprender la nostalgia que se anida en los inmigrantes. Nos ocurre a todos, no importa el país de origen o destino, la edad, el nivel educativo, la ocupación, el bienestar económico o los triunfos personales.

En fechas especiales como estas navideñas y de fin de año, miles de inmigrantes viajan en busca del cariño familiar, el reencuentro con amistades y el sabor especial que tiene cada lugar que se siente íntimamente propio.

Pero hay algo que irremediablemente se esfuma al emigrar, a lo que nunca es posible regresar. Lugares y relaciones que desde la distancia parecen no mutar, pero que en la cotidianidad cambian imperceptiblemente.

La migración produce una nueva condición existencial. Obliga a aprender nuevos códigos, a veces muy ajenos a los conocidos; a comenzar de cero, a no tener herencia social que sirva de apoyo en el nuevo lugar.

Por eso muchos inmigrantes se aglutinan en enclaves, buscan la compañía de los suyos, y practican la terapia colectiva como bálsamo para aliviar el alma en medio de nuevos desafíos.

En esa búsqueda de apoyo, el terruño originario es siempre un referente que enciende la alegría y la tristeza, que se simboliza en todos los rituales: un cumpleaños, un bautizo, un aniversario, o cualquier otro evento que convoque al reencuentro.

Se repiten los placeres como hilos conductores hacia lo originario, lo que se siente propio, lo que unifica y queda definido como autóctono: la comida, la música, el idioma y las festividades.

Así le ocurre incluso a aquellos que como mi señor puertorriqueño deciden nunca volver a pisar su tierra, ni nada que se parezca, por temor a que la embriaguez del reencuentro les enloquezca.

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