Narrar hechos de un pasado lejano, cuando estos involucran pasiones e intereses vigentes, implica una responsabilidad mayor, para el periodista investigador, que los potenciales inconvenientes que confronta el reportero diario. Éste, recoge con prontitud la noticia desde el mismo lugar del hecho, mientras que aquel está obligado a ir escarbando informaciones diversas, tratando de reconstruir los acontecimientos con alguna objetividad y acercándose, en la medida de lo posible, a la verdad histórica, con la dificultad de que es necesario recurrir a una diversidad de evidencias, algunas de las cuales no son del todo confiables.
Jorge Castañeda en su obra La vida en rojo, una biografía del Che Guevara, aborda este concepto cuando nos dice que Una investigación de esta índole requiere de una gran multiplicidad de fuentes. Ninguna es perfecta ni suficiente en sí misma; todas encierran enigmas, defectos y lagunas. Incluso, las más irreprobables en apariencia cartas, notas y diarios del sujeto de la misma biografía entrañan contradicciones y reservas: ¿quién es transparente consigo mismo? Y sobre todo, tratándose de un tema inminentemente político, ninguna fuente es neutra: Todas vienen marcadas. El trabajo del historiador, biógrafo o simple escritor imbuido de curiosidad consiste en conjuntarlas, cotejarlas, separar la paja del trigo y arribar a conclusiones fundadas en una suma de materiales, no en el material preferido o más fácilmente accesible.
Adicionalmente, es necesario distinguir los géneros que se utilizan para la narración de los hechos pretéritos, para poder juzgar con propiedad las intenciones del escribidor. En este sentido, el maestro Frank Moya Pons viene haciendo enjundiosos aportes para que aprendamos a diferenciar al historiador ortodoxo del periodista histórico, así como se hace necesario trazar una clara frontera entre la historia novelada, la novela histórica y la historia científica.
Para los que hacemos pinitos con narraciones de hechos recientes utilizando el género de la historia novelada, nos resulta indispensable construir acontecimientos creíbles a partir de una buena cantidad de elementos intermitentes que nos permiten acercarnos con mucha fidelidad a la realidad, pero nunca hilvanar con rigor científico los hechos. Esto en el aspecto técnico.
Sin embargo, para los que priorizamos los criterios éticos sobre los estéticos en el arte de escribir, haciéndolo desde una perspectiva de comunicación comprometida con valores sociales y asumiendo posicionamientos ideológicos en la literatura; más que ruborizarnos por las imprecisiones que son inherentes al género, nos preocupamos por dejar plasmados preceptos que puedan servir de referentes y que, en alguna medida, sean escarmientos para los que han traspasado la frontera del bien.
Es moralmente más correcto, desde nuestro punto de vista, creerle a la víctima y extenderle un abrazo solidario, antes que adornar los hechos para arrebatarles la gravedad implícita en la muerte de un niño ejemplar de once años de edad, de manos de una persona que con el tiempo se ha demostrado en los tribunales que tenía un cerebro delictuoso y desviaciones notables de la conducta, independientemente de la cercanía que tengamos con él, porque amor no quita conocimiento.
El hecho de que una figura con la reciedumbre moral del licenciado Federico Lalane José confirme en todas sus partes lo que narramos en el capítulo uno de mi libro El banquero del presidente, me satisface sobremanera. Que su cercanía con el victimario lo obliguen a ser noble con él, es una discusión de carácter ético e ideológico que no es el objetivo de este artículo. Nosotros preferimos ser nobles con el padre agraviado.
Pedro Erwin Castillo Lefeld lanzó una piedra a la cabeza de Juan Rafael Feria Hernández en el mes de junio de 1972 y la tiró con tanta fuerza que le causó la muerte. Si esto fue un homicidio involuntario o un accidente, podría abrirse un debate más profundo, pero los hechos son incontrastables, y sobre todo, hay un padre con la vida destruida durante treinta y ocho largos años, mientras que el responsable, tal vez aupado por la impunidad que le marcó en aquel tiempo, dedicó su vida al latrocinio, el robo, el desfalco y lavado de activos, hechos por los cuales ha sido condenado de manera definitiva a diez años de prisión.
En nuestro estilo de hacer comunicación preferimos mil veces equivocarnos asumiendo la defensa de los mejores valores, antes que prescindir de nuestras convicciones para prestar el hombro a perversos confesos para que lloren sus penas.