Aunque los científicos celebraron la nueva astronomía de Copérnico, que estableció que el hombre ni la tierra son el centro del universo, no tuvieron reparo en quitar a Dios del medio, y colocarse ellos mismos como la criatura más inteligente del universo, especialmente, cuando decidieron llamarse a sí mismos homo sapiens, bajo el supuesto de que el tener conocimiento o consciencia de sí mismo es la característica principal de la especie.
Rechazaron para siempre la idea de que lo primordial del hombre era ser credulus o crédulo; o, como sería preferible, el homo credulum, un término que implica una actitud más participativa y discriminante en la acción de creer.
De hecho, la esencia misma del hombre es la credulidad, y en un sentido muy amplio, la fe. Aunque muchos se resisten a admitir que son personas de fe, la verdad es que todos tenemos fe de algún tipo. Toda convivencia humana se basa en la fe, en tanto todos esperamos y confiamos en que el otro, (incluso uno mismo) está sometido a una serie de presiones y expectativas que nos hacen mansos y predecibles para los demás. La sociedad se basa en un sistema de roles o papeles complementarios, y queriendo o no queriendo, estamos sujetos a comportarnos de modo tal que nuestras conductas se ajusten al sistema de fe generalizada de cada uno en los demás.
Sin fe no se puede agradar a nadie. No solo a Dios, como dice la Biblia. El que duda o descree en los demás termina desertando, es un traidor en potencia. Y peor, no sirve a ningún propósito o acuerdo colectivo ni se compromete con el futuro. El homo credulum cree y se compromete, crea metas hacia el futuro y pospone satisfacciones.
W. Thomas estableció que el hombre se caracteriza por poder definir la situación y establecer soluciones a problemas presentes y futuros, y abstenerse de satisfacciones presentes para tener mejores oportunidades frente al futuro.
Muchos animales pueden predecir el futuro inmediato pero solo como un reflejo condicionado, como lo estableciera I. Pavlov, no como resultado de una reflexión. Pero el futuro no tiene valor alguno si se carece de la capacidad de manipularlo a nuestro favor, para lo cual tenemos que negociar con los demás, o como muchos creemos, ponernos de acuerdo con Dios. O sea, entrar en su plan, confiar en él, y esperar en él.
Lo contrario, es esperar en los demás y en sí mismo, lo cual puede ser más o menos riesgoso en el corto plazo y letal en el largo plazo porque como dijera J. Keynes, en el largo plazo todos estaremos muertos, pero según los cristianos, unos estarán en gloria con Jesucristo.
El peor insulto a Dios es no creerle, no confiar en sus promesas. Es como decirle mentiroso. Porque es muy distinto admitir que Dios existe a creer en su Palabra, su promesa, especialmente, eso de que por medio de Cristo somos salvados. El peor insulto a Dios es no creer en la promesa de ese nuevo pacto.