Honduras: Normas de supervivencia en estado fallido

<STRONG>Honduras: Normas de supervivencia en estado fallido</STRONG>

TEGUCIGALPA, Honduras. AP. Cada sábado por la mañana, el conductor de uno de los taxistas con los que trabajo paga 12 dólares por estacionar su auto cerca de un hospital, a dos cuadras de una comisaría de policía.   

Pero el que le cobra no es el gobierno.   

Un hombre se acerca en una gran SUV, generalmente muestra una AK-47 y recibe un sobre con el dinero sin decir palabra. José y otros nueve conductores que pagan a los extorsionadores calculan que su punto de taxis les cuesta más de 500 dólares anuales. Además, cuando se acerca la Navidad, pagan 500 dólares más en concepto de “aguinaldo”.   

Al mismo tiempo, la tasa anual que cobra la municipalidad por manejar un taxi es de 30 dólares.   

“¿Quién cree que manda aquí?”, me pregunta José.   

Es una pregunta interesante, a la que trato de responder desde que llegué aquí hace un año como corresponsal de la Associated Press. ¿Manda el gobierno? ¿Mandan los narcotraficantes? ¿Las pandillas? Esta extraña capital de 1.3 millones de habitantes es un territorio sin ley que ha desarrollado una serie de normas tácitas con las que sobrellevar el peligro diario.   

José, que pide mantener su apellido en el anonimato por miedo a las posibles represalias, cree que en su caso los extorsionadores pertenecen a la M18, una pandilla fundada en las calles de Los Ángeles. Añade que los taxistas no se molestan en denunciar las amenazas porque sospechan que sospechan que hay policías involucrados. En los primeros seis meses de 2012, 51 taxistas fueron asesinados en las calles de Tegucigalpa: José y sus compañeros creen que los mataron por negarse a pagar las cuotas exigidas.   

Cuando me instalé en Tegucigalpa el pasado mes de marzo, varios amigos en España quisieron saber por qué. Si Egipto, Libia o Siria ocupaban las portadas, ¿qué buscaba en el otro lado del mundo? “Dar testimonio”, dije, “del lugar más violento del mundo, de un país en crisis”.   

Soy el único corresponsal extranjero aquí, sin casi ningún colega a quien consultar en cuestiones de seguridad ni con quienes buscar refugio. Mis instintos se forjaron en zonas de guerra, pero eso no basta en un estado fallido.   

En las trincheras de Libia, uno generalmente sabe de dónde vienen los disparos. En Honduras, uno nunca sabe dónde acecha el peligro.   

Tres semanas después de llegar, cubrí una ceremonia en la capital. El subsecretario de Estado norteamericano William Brownfield entregó 30 motos al presidente Porfirio Lobo para colaborar en la lucha contra el crimen. Un dirigente vecinal me había dicho que los narcos sobornaban a algunos agentes de policía para que hicieran la vista gorda. Pregunté a los funcionarios si no temían que las motos terminaran en manos de los delincuentes.   

No hubo respuesta. Un periodista hondureño me pasó un brazo sobre los hombros y susurró: “Aquí no hacemos esa clase de preguntas”. Si quería conservar la vida, dijo, debía “mantener un perfil bajo”.   

Casi una treintena de periodistas hondureños han sido asesinados en los últimos dos años. Algunos van armados para protegerse, otros se valen de los escoltas que el presidente Lobo nos ofreció en mayo, después del asesinato de un conocido periodista de radio, aparentemente en represalia por un ataque del gobierno a los carteles de la droga.   

Aquí no es difícil convertirse en víctima. Hace unos meses entrevisté al abogado Antonio Trejo, defensor de los campesinos del Valle del Aguán en una disputa por la tierra con el terrateniente Miguel Facussé, uno de los hombres más poderosos del país. Trejo había advertido reiteradamente que lo matarían por ayudar a los campesinos. Dos días después de la entrevista, dos hombres en moto lo balearon cuando salía de una iglesia.   

Un domingo de agosto, fui a pasear con un par de amigos por un parque medio abandonado, uno de los dos que hay en la ciudad. Sonó mi iPhone. Me aparté de mis amigos y me puse a hablar mientras caminaba, como si se tratara de un parque normal en una ciudad normal. De la nada aparecieron dos adolescentes, que me pidieron primero un cigarrillo y después el teléfono. Corté la comunicación, me guardé el teléfono en el bolsillo y llamé a mis amigos para que me ayudaran a espantar a los asaltantes: por supuesto, después de verificar que no estaban armados.   

Pero aprendí la lección. No camines exhibiendo un iPhone, que cuesta el triple del salario mensual medio en Honduras. Y no camines por el parque.   

Al igual que la mayoría de los hondureños que pueden pagarlo, mi familia y yo vivimos tras altos muros con portones vigilados por guardias. Después del incidente en el parque, abandoné mi ritual cotidiano de diarios y café en una mesa en la acera. No salgo por las noches.    

Durante el día, empleo a conductores de confianza como José para recorrer las calles caóticas de Tegucigalpa, bordeadas de cercas de alambre de espino, plagadas de perros y montañas de basura que nadie recoge. Mantengo las ventanillas polarizadas cerradas, las puertas trabadas y no nos detenemos en los semáforos para evitar secuestros y asaltos.   

Cambio constantemente los itinerarios. Trato de no sucumbir a la sensación permanente de peligro que embarga una capital donde las conversaciones giran invariablemente en torno al último pariente asesinado o la atrocidad más reciente en una esquina del barrio. Vigilo constantemente los espejos retrovisores del auto de José para ver si se acerca alguna moto. La tasa de homicidios del país es la más alta del mundo y los asesinos a sueldo generalmente viajan en moto para escapar rápidamente entre el intenso tráfico.    

La violencia contrasta fuertemente con la sensación de cordialidad de una tierra donde muchos tienen una actitud caribeña frente a la vida, feliz y despreocupada. Fuera de las ciudades el paisaje es magnífico: natural, sano y salvaje, desde las cascadas del Parque Nacional La Tigra, a media hora de la capital, hasta las islas del Caribe con el segundo arrecife de coral más grande del mundo.   

———    Nuestra niñera, Wendy, vende productos Avon puerta a puerta para completar sus ingresos desde que el padre de su hija se esfumase después de viajar clandestinamente a Estados Unidos en busca de trabajo.   

El mes pasado, cuando iba al banco a depositar el dinero de los cosméticos, un hombre apoyó un puñal en su cintura y le ordenó que le entregara todo lo que tuviese. Se llevó 5.000 lempiras, unos 250 dólares, que era todo lo que había ganado y con lo que debía pagarle la mercadería a Avon.    

La semana pasada, Wendy volvió a toparse con ladrones, esta vez al salir de mi casa alrededor de las 7.30 de la tarde. A media cuadra, tres pistoleros habían obligado a un grupo de jóvenes que jugaban al baloncesto a ponerse contra una pared para quitarles el dinero y los teléfonos. “Parecían policías”, dijo.   

Dos días después, un vecino de su barrio de casas desvencijadas y calles de tierra fue asaltado por un drogadicto armado. El vecino escapó, fue a buscar su pistola, regresó y mató al adicto. “La policía le agradeció el favor”, me contó Wendy al día siguiente.   

———    Mi mejor amigo aquí se llama Germán, un licenciado en arte que tatuaba junto con un socio. Gracias a su talento, se hicieron de una gran clientela, entre ellos, algunos jóvenes que quieren abandonar las pandillas y taparse los tatuajes. Germán aprendió a transformar el número 18 en un barco pirata y otros símbolos en distintos diseños. Lo consideraba una suerte de actividad social, al quitar el estigma de la piel de un pandillero que quiere regresar a la vida civil, y me pidió prestada una cámara para tomar fotos de su trabajo.   

Días después, el socio de Germán iba hacia su casa cuando vio que se acercaba un auto negro. Trató de escapar pero le gritaron que se detuviera. “Sube y ponte esto”, le dijeron mientras le entregaban una capucha negra.   

Lo llevaron a un cuarto a oscuras, le quitaron la capucha y le acusaron de espiarles. Lo torturaron durante varias horas y finalmente lo dejaron ir con una costilla rota.   

Mi amigo cerró la tienda y se mudó de casa. Sabe que lo están buscando.    Germán pertenece a una familia de clase media. En este país, la violencia es democrática.   

———    Las autoridades hondureñas reciben ayuda de Washington para combatir el tráfico de cocaína dirigida al mercado estadounidense. El país tiene 640 kilómetros de costa sobre el Caribe con bosques densos y grandes sectores deshabitados, ideales para el traslado de drogas. En los extremos se encuentran Puerto Lempira en el este y San Pedro Sula en el oeste.   

Mientras los hondureños culpan en gran medida a la policía por los altos niveles de criminalidad, ellos se defienden explicando que se ven superados en número y armas por los traficantes y pandilleros. El fotógrafo de AP Esteban Félix y yo decidimos comprobarlo y salimos a patrullar varias veces con la policía de San Pedro Sula, la ciudad más grande y más rica del país.   

En una noche, vimos los cadáveres de dos conductores de autobús que se habían negado a pagar a las pandillas, el cadáver de un policía ejecutado en una carretera de un tiro a la cabeza y tres muertos en un salón de billar, en lo que se llama un “ajuste de cuentas”.   

La sala de emergencias del hospital parecía el escenario de una guerra civil, donde los ordenanzas no daban abasto para secar los charcos de sangre en el piso.   

El dueño de la compañía de autobuses ordenó a sus empleados que retiraran los cadáveres y la recaudación del autobús antes de que llegara la policía. Nuevamente, cometí el error de hacer una pregunta, esta vez al empresario. Se volvió hacia mí furioso y me ordenó que no publicara lo que había visto, al tiempo que me preguntaba “¿dónde te alojas?”   

Está de más decir que no pasé la noche en San Pedro Sula.   

Regresé a la capital, donde a pesar de la violencia tengo mi hogar. Mi hija de dos años sabe decir Tegucigalpa, lo cual no es fácil. Y cada vez que ve la bandera dice “Honduras”, como le enseñaron en el preescolar.   

De alguna manera, nos sentimos parte de este país. Después de 10 meses, he aprendido las reglas de supervivencia. Si José paga la tarifa semanal a los extorsionadores, tiene probabilidades de sobrevivir.   

Y yo, que generalmente me encuentro a su lado en el asiento, también. 

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