De cierto, que sin ley y su cumplimiento ninguna sociedad es viable. Si cada uno de nosotros se convierte en la Suprema Corte, cortejaremos el supremo disparate. Pero ninguna ley nos ahorra el examinar su justicia con nuestra conciencia. Jesús nos ofrece dos criterios sencillos para este examen.
En el Evangelio de hoy, leemos: “Les aseguro, si su justicia no es mayor que la de los escribas y fariseos, no entrarán en el Reino de los Cielos” (Mateo 5, 20). Según las apariencias, los escribas y fariseos eran fanáticos cumplidores de la ley. La ley regía lo que comían, con quién trataban, cómo oraban y cómo vestían, quién era puro e impuro.
Pero el Reino anunciado por Jesús contiene exigencias mayores. No se trata simplemente de cumplir la ley de no matar, sino de construir una relación de armonía para con los hermanos. Jesús declara: “todo el que esté peleado con su hermano será procesado”. El gobierno es responsable para cobrarnos peajes, pero no para cuidarnos en las carreteras, donde anualmente mueren miles de ciudadanos.
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El gobierno cobra el peaje, pero no le importa cómo conducen los vehículos pesados. ¡Nadie les exige circular a su derecha como pide la ley! Falta honestidad: cobran con eficiencia; se desentienden con indolencia.
De igual manera, Jesús cuestiona un culto que esconda la queja justa del hermano. “Si, pues, al presentar tu ofrenda en el altar te acuerdas entonces de que un hermano tuyo tiene algo contra ti, deja tu ofrenda allí, delante del altar, y vete primero a reconciliarte con tu hermano; luego vuelves y presentas tu ofrenda (Mateo 5, 23-24)”.
La plenitud de la ley y del culto no reside en cumplir formalismos, sino en busca honestamente el bien común, que siempre empieza por los más chiquitos.