Honorable señor regidor

Honorable señor regidor

PEDRO GIL ITURBIDES
Hubo épocas en que los ediles eran personas distinguidas por una nombradía basada en el comportamiento ético. El patrimonio era bagaje que contribuía a dar la independencia requerida para un ejercicio como el propio del gobierno local. Pero no era indispensable para su escogencia. Hombres como Manuel Ubaldo Gómez, entre muchos que podrían citarse, no fueron ricos, pero imprimieron oropeles de oro en su paso por los Ayuntamientos.

Me dirán ustedes -y debo yo admitirlo- que este prohombre corresponde a un pasado casi remoto, pues de su muerte nos separa un siglo. Pero el nombre de tan prestante ciudadano surgió mientras mis dedos oprimían las teclas, como pudieron surgir muchos otros de tiempos posteriores. Todavía en los días en que trabajamos en la Liga Municipal Dominicana prevalecía la percepción de que una conducta intachable estaba por encima de los valores materiales.

 Recuerdo los días de finales de 1985 en que Joaquín Balaguer buscaba candidatos a puestos congresionales y municipales. Mi hermana María Encarnación, socióloga de la primera hornada de estos profesionales en el país, preparaba las encuestas. A veces, la organización partidista pugnabapor determinados candidatos, pero unas encuestas sin sesgos ni amasamientos politiqueros identificaban miras populares diferentes. Balaguer se iba por éstos.

 A principios de 1986 un candidato a la Sindicatura de Sabana de la Mar contendía con el favor popular y del reformismo. Pero estaba marcado como propulsor de viajes ilegales a Puerto Rico. Balaguer no titubeó al determinar su rechazo. Lejos de amilanarse, requirió de la comisión electoral la aplicación de específicas estratagemas, mientras, a su vez, propulsaba una alternativa con características de vida diferente. Se impuso éste, como también logró el apoyo popular, en un pueblo que entendió la esencia de aquel mensaje.

 Con el tiempo, sin embargo, minada su salud, doblegado por los años, fue objeto de engaños por sus acólitos inmediatos. Pero su mira en cuanto a la conformación de los gobiernos locales estuvo centrada hasta entonces, en la búsqueda de hombres y mujeres que mostrasen dignas conductas individuales y sociales.

 ¿Qué ha ocurrido? La politiquería inficionó este segmento del Estado, concebido por Juan Pablo Duarte como cuarto poder. A los gobiernos locales no se acude ya a servir al pueblo, sino a servirse del pueblo, de los tributos que paga el pueblo. Sus puestos son ansiados para esquilmar el tesoro público. Y cuando en el reparto las migajas no satisfacen a quienes pululan en el entorno, se recurre a sórdidos negocios como el de los pasaportes oficiales.

 Rasgándonos las vestiduras podríamos levantar los ojos al cielo y gritar ¡qué vergüenza! Pero no. Ya no existe en una inmensa mayoría de nosotros los dominicanos un dejo de vergüenza como para clamar por ella y con ella.

Los pruritos conductuales desaparecieron hace tiempo. Y es el apetito prevaricador lo que guía a la mayoría de cuantos aspiran a sinecuras y magistraturas del Estado.

 Tal vez haya desaparecido sin que nos diésemos cuenta, la época en que al saludar a un edil, por escrito o al invocarlo en persona, se decía honorable señor Regidor. Porque ya la honorabilidad ha sido puesta en entredicho con el comportamiento de aquellos que debieron ser ejemplo aquí, allá y acullá. Y lo cierto es que no se contempla que existan ánimo nivoluntad política para revertir este nauseabundo proceso.

 La decadencia del Estado Nacional nos ha arropado, sin que parezca que subsista un resto capaz de reconstruir el que fuera venerable edificio de la honestidad pública.

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