Todo el país reverbera por los acontecimientos políticos y económicos que nos acogotan. Desde la carta de nuestros Obispos hasta la oposición del Gobernador del Banco Central a ciertas forcejeantes medidas monetarias, todos los sucesos concitan decires en los corrillos populares. Pero nada de ello, con toda su trascendencia, puesto que son asuntos que atañen a la vida de la nación, nos conmueve en la medida de la muerte de José Castro. Más que el homicidio, llama nuestra atención el cuadro familiar en que se gestó. Y los involucrados.
El país celebraba en diversas instituciones y con diferentes actos, el día internacional de la no violencia contra la mujer. ¡Quién pudo adivinar que tras los muros de aquella casa de Madre Vieja sobrevolaba la muerte envuelta en los trágicos oropeles con que cayó sobre la familia Castro Brito! A la defensiva, Rossy, mi mujer, me dijo en la noche en que se ofrecieron las primeras noticias:
¡Algo le hacía ese hombre a su mujer!
Y cuando temprano de la mañana siguiente fueron ofrecidos los detalles, vino hacia mí con uno de los diarios en la mano:
¡Te lo dije! ¡A uno de los hijos le había fracturado los brazos y abusaba de todos en la casa!
Con el transcurrir de los días son conocidos otros pormenores. Separaciones asistidas. Sometimientos ante los tribunales de protección a las mujeres y a los menores, por la violencia ejercida contra la esposa y los hijos. Tratamientos psicológicos ordenados por autoridad competente. Reconciliaciones forzadas por el marido brutal. Y, pese a todos los esfuerzos, ¡aquella conducta incontrolada que culminaba en las arremetidas contra la mujer y los hijos! Hasta que, como ha dicho Miriam Brito, ¡se cansaron!
El hastío no sólo, sino que la desesperación hicieron presa del ánimo de la viuda que es la autora intelectual. Los hijos se hicieron cómplices, y a todos se añadió Elisa Deidania González, la doméstica que es la autora material y sobre la que, en días vitales, también sembró la víctima el terror de sus arrebatos primitivos.
El cuadro es tétrico. Y mueve a quienes, como yo, hemos vivido terribles tensiones matrimoniales y acudido ante los hijos con drásticas medidas disciplinarias. Pero ¡cómo puede un padre llegar a extremos como los de atentar contra la integridad física de la cónyuge y de los hijos! ¡Cómo! ¡Cómo puede un padre arremeter contra la carne de su propia carne, por la que sufre a cada instante cuando la supone frágil ante el salvajismo que denigra y la crueldad que hiere o mancilla!
Niño aún peleaba con mis hermanos. Mas ¡ay de mi si las desavenencias nos conducían a levantar la mano contra las hembras! Lo hice contra mi hermana María Encarnación, lo confieso. Ocurrió la vez aquella en que Garabato Sakie ponchó por las Estrellas Orientales a Willard Brown en un juego de campeonato. Se acercaba ella alborotando en su triciclo, al lugar en donde ensimismado y poseso escuchábamos la narración de Félix Acosta Núñez. Hacía resonar el timbre justo en el instante en que Garabato tiró con cuenta máxima, y eliminó Brown, el hombre ese.
Frenético me volqué sobre María y la derribé del triciclo, con un golpe en la cabeza. ¡Ella, sólo ella, era culpable de aquella derrota del Escogido! Nos hincaron a ambos. Pero aquél golpe lo lloré por horas, y todavía hoy, medio siglo después, pienso en mi hermana mientras caía al piso atropellada por mi violencia. Nunca he podido borrar esa imagen de mi mente, y en mis horas de dificultades evoco ese instante, sin hallar resquicio para esconder mi pena. Ese día, además, me hice un escogidista de ocasión, atento muy esporádicamente a mi equipo al que no he cesado de darle un lejano apoyo sentimental.
A todos mis hijos les he pegado con mano firme cuando se ha requerido. A los grandes, a quienes crié asistido de la mano de Dios, llegué a azotarlos inclemente, pero como padre. En algunos casos, las azotainas asistidas de cólera despertaban mis lágrimas, más copiosas aún que las de ellos. Pero sus sostenimiento, su integridad, su vida, sus inquietudes redoblaban mis preocupaciones, y cada carencia por ellos sentida caía como mandoble sobre mi ánimo. Entonces los encomendaba a Dios para que los guiase y protegiera siempre. Como lo ha hecho.
Crío ahora tres mozuelos, nacidos de mi matrimonio con Rossy. Feliz porque disfruto mujer inteligente, amorosa y de familia, que me ha domado con disimulo, los contemplo de la misma manera que a mis otros hijos, orando porque un futuro sin languideces ni desconciertos sea el mundo de sus vivencias. ¿Acaso no son éstos sentimientos propios de la paternidad?
Y al pasar revista a mis cuitas y debilidades, a mis silentes llantos por ellos tenidos, me pregunto cuál es el papel del padre. ¿Acaso el mayor éxito no consiste en asistir a esta escuela de la paternidad en la que nada aprendemos, mientras los vemos subir con mutuo contento? Entonces, ¿cómo puede un padre pegar a su mujer por mucho que se pelee con ella, o atropellar a sus hijos hasta causarles daños irreparables?
Sobrecogido, pienso en Mirian Brito y en sus hijos, y en la doméstica sufriente que apretó el gatillo. Fueron llevados hasta el paroxismo por un hombre que a su vez, dijeron sus amigos en la inhumación de su cadáver, sufrió lo inenarrable en su niñez. Todo lo puede la ley contra ellos. Pero, ¿será legítimo el castigo que se imponga contra quienes vivieron constantemente en el suplicio? El castigo aplicado en virtud de la ley es parte de las exigencias del orden público para que se consolide el orden social. Pero ellos, los victimarios del día después que fueron las víctimas de los días pretéritos, ¿deben cargar con las penas que podrían imponérsele por mandato de la ley?
Horrorizado y condolido contemplo el cuadro de esta trágica familia. A través de los relatos de los más viejos amigos de José Castro, atisbamos una vida de traumatizantes e intrascendidos padecimientos. Pero también avizoramos esta otra existencia de penurias y sinsabores, que podrían enderezarse. Pero podrían quedar torcidos. ¡Ay Señor de bondad infinita, asiste a los tuyos y líbranos de dificultades como éstas!
Pero, ¡ay Señor, Juez de toda justicia, llena de tu Espíritu Santo a quienes administran la ley punitiva de los hombres, para que, al conocer de este horrendo suceso que afectó tan gravemente a una familia a la cual debes tomar de la mano, se llenen de sabiduría para que no se vuelvan perennes los duelos y malquerencias que ahora los han zaherido!