Hará once años, y desde que me hice pastor de una humilde iglesia en la comunidad de Villa Mella, a mí me ha tocado vivir por los mismos senderos de la miseria, del desamparo, del dolor y de la angustia.
Este martes fue uno de ellos. Aquejado de mi salud, en horas de la madrugada entré por la puerta de emergencia del Hospital Ney Arias Lora.
Había visto ese edificio desde que empezó a construirse pero nunca había pasado más allá. Realmente siempre me llamaba la atención su diseño, estructura y extensión. Ahora me había tocado usar de sus servicios.
Ante un grupo de doctores y enfermeras sentados y de pie en el cubículo expresé mi mal.
Como no tengo seguro- ni siquiera Senasa-, me enviaron a caja donde reteniendo mi documento me entregaron una hoja para el médico.
La presión estaba alta, el dolor era intenso y ya sentía goterones de sudores pero no había dónde acostarme.
Ordenaron sentarme pero todo estaba copado de quejidos, rostros adoloridos y el vaho de la muerte y la maldita pobreza. Tras una hora de pura angustia y de pie con algo indicándome el posible desplome de mi sistema, volví al cubículo.
“¿Qué van a hacer conmigo?” pregunté. Todos levantaron los rostros hacia mí como si apenas acabaran de verme. Sentí en el aire el desamor y la poquedad de un ser humano..
Pero ante mi desesperante insistencia, me condujeron hasta una silla oxidada donde comprobaron mi mal.
Entonces abrieron espacio en una cama desnuda y de bordes herrumbrosos.
Cinco horas allí, las sentí en el infierno.