Eugenio María de Hostos llegó por primera vez a tierra dominicana el 31 de mayo de 1875. Luego escribiría: «Ignoraba que allí había yo de conquistar algunos de los mejores amigos de mi vida». Conoció al general Gregorio Luperón, a Segundo Imbert, a Federico Henríquez y Carvajal. Aunque en agosto de ese año elabora el plan de Escuelas Normales para la República, es el 5 de marzo de 1876 que funda La Educadora, sociedad-escuela destinada a «popularizar las ideas del derecho individual y público, el conocimiento de las constituciones dominicana, estadounidense, latinoamericanas, y los principios económicos-sociales; en resumen: educar al pueblo».
Pero sería en el segundo período (1879-1888) de sus tres permanencias en nuestro país, cuando la Escuela Normal de Santo Domingo abrió sus inscripciones el 14 de febrero de 1880 en la calle de Los Mártires (hoy Duarte) núm. 34. Las labores se iniciaron el día 18. «La instalación de la Escuela Normal —escribe el maestro— se hizo como se hacen las cosas de conciencia: sin ruido ni discurso. Se abrieron las puertas y se empezó a trabajar. Eso fue todo».
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En vísperas de una de las salidas de Hostos del país, en diciembre de 1888, Salomé Ureña expresó: «Vengo a cumplir un deber sagrado, vengo a satisfacer en leve parte una deuda de inmensa gratitud […], hablo, señores, de la deuda contraída con el director de la Escuela Normal, con el implantador sincero y consciente del método racional de la enseñanza moderna en la sociedad dominicana».
Para Pedro Henríquez Ureña, más que de una enfermedad biológica, su final lo marcó el drama nacional: […]. sobrevinieron trastornos políticos (al terminar el siglo XIX y comienzo del XX), tomó el país aspecto caótico, y Hostos murió de enfermedad brevísima, al parecer ligera. «Hostos murió de asfixia moral». Y en esa dirección hubo de recordarlo su compatriota José Ferrer Canales: “Si Bolívar es la conciencia política de América, Hostos es su conciencia moral”.
En realidad, era parte de nuestra piel y nuestra sangre. Su abuela paterna, doña María Altagracia Rodríguez y Velasco, había nacido en República Dominicana. Hostos permaneció entre nosotros casi la cuarta parte de su vida; de sus sesenta y cuatro años, estuvo aquí cerca de catorce. De sus seis hijos, cuatro nacieron en nuestro país. Los otros dos, en Chile. A uno de ellos lo nombró con el apellido del Padre de la Patria dominicana: Filipo Luis Duarte.
Así escribió Hostos sobre el fundador de la República: «A nosotros baste el apellido, con él basta, porque ese es el nombre que ilustró el primer patriota quisqueyano, y ese es el que con la historia de su triste patria lo conoce. Duarte, enviado a España por sus padres, se educó y adquirió allí la tenacidad de propósitos de que dio ejemplo hasta el momento de su muerte. Viendo esclava de esclavos emancipados a Quisqueya, antes de volver a su seno había resuelto, y al volver llevó a cabo, la independencia del vergonzoso yugo.
En la fragua de su magisterio brotaron las semillas del ideal transformador y liberal de nuestra nación. Anduvo por casi toda la geografía de la República. Se dejó embriagar por el verdor de los campos y la magia de los arcoíris de nuestros cielos. Se constituyó, por derecho propio, en uno de los fundadores de la nacionalidad dominicana.
Ya avanzado el otoño de sus días, el 11 de enero de 1998, Juan Bosch escribió, de puño y letra, su último testimonio de amor y veneración sobre el maestro, en el libro de visitantes distinguidos de este Panteón de la Patria: «Eugenio María de Hostos no ha muerto ni morirá mientras los pueblos del Caribe mantengan su imagen de creador de la enseñanza que lo convirtió en padre de todos los hijos de nuestras tierras».