El caso de este paciente era digno de la mayor compasión, pero el público pensaba lo contrario. Ellos, en lugar de orar e interceder por el bien del prójimo, tomaron la adversidad del prójimo para alimentar su maldad. Si el lisiado hubiese sido sanado en una clínica o un hospital por un método ordinario que tomara quizás un año la cura, ellos no tendrían problema con eso, pero si el milagro se hacía ahora, en un instante, entonces se enojarían. Los límites de maldad a los que puede llegar el corazón incrédulo son inconcebibles.

Cristo no se acobardó. Su corazón siempre estuvo sintonizado en hacer el bien, aun cuando los malos se molestaran. Caminó por encima del prejuicio de los que se oponían e hizo que el milagro fuese más manifiesto a los ojos de ellos, nótese: “Entonces dijo al hombre que tenía la mano seca: Levántate y ponte en medio” (v 4); esto es, colócate en un lugar visible para toda la concurrencia. Jesús se esfuerza en darnos convicción de pecado, hacernos conscientes de nuestras faltas de misericordia, piedad y racionalidad, nos hace ver la enfermedad de nuestra alma para que le pidamos curación, porque se deleita en sanarnos. Nadie piense que hubo allí gozo en avergonzarlos, sino  un proceso de terapia espiritual en que pide que se dejen conducir por Él para salvarlos. En el pasaje paralelo la crueldad de ellos se hace más evidente: “Le preguntaron diciendo: ¿Es lícito sanar en sábado? Pero Él les dijo: ¿Qué hombre hay entre vosotros que tenga una oveja, que si ésta cae en un pozo en sábado, no le echará mano y la sacará?” (Mt 12:11). Fueron más compasivos con un animal, que con una persona. Agrega nuestro pasaje: “Pero ellos callaban”. No pudieron responder palabras, les cerró la boca. Comentando sobre esto alguien ha dicho: “Su ira fue como ira de Dios, sin la menor perturbación en Sí mismo, pero no sin una gran provocación de nosotros. Amén.