Hoy con Cristo
La envidia corroe y agobia el alma

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La envidia no solo es un pecado, sino también un tormento: “Es carcoma de los huesos”. El hombre envidioso es empobrecido por las riquezas del otro, y atormentado por la felicidad ajena. De todos los espíritus que suelen tomar el corazón, este es de los más torturantes; corroe y agobia el alma. Su perjuicio no es como las caries o una inflamación de la piel, sino que se mete más profundo, trabaja arruinando, tal como la carcoma, que no se ve su daño hasta que ya no hay remedio. La envidia actúa contra los huesos, entiéndase que destruye internamente.

Puede ser definida como un espíritu de insatisfacción o molestia interior, que se opone o le disgusta la prosperidad y felicidad de los demás, al compararla con uno mismo.  Uno se siente ofendido por el bien ajeno, nos perjudique o no. El envidioso quiere brillar él sólo, y peor aún, le parece que el bien ajeno fue tomado de lo suyo. Este pecado es señalado como uno de aquellos en que vive el hombre carnal: “Estábamos esclavizados por diversas pasiones y placeres, viviendo en malicia y en envidia” (Tito 3:3). El envidioso se siente incómodo y a veces no puede frenar su murmuración al ver la superioridad comparativa del estado de honor o prosperidad que otro disfruta. A este estado del espíritu natural es lo que la Biblia y donde quiera se le denomina como la envidia.

Es saludable y necesario estar persuadidos que no somos el centro del universo, y que hay personas que son superiores que uno.  El envidioso no admite esa realidad, no la resiste. Hay una disposición natural en el hombre que lo guía a ser lo máximo, de modo que no sorprende si se siente disgustado cuando ven a otro por encima. Hay personas que se consideran superiores por lo que poseen, así que no debe extrañar que si perciben que su prójimo es superior a sí mismo, le produzca un malestar interior. Tal sentir es mundano u opuesto a la naturaleza y virtudes de una vida cristiana. Amén 

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