Huelga y riesgos

Huelga y riesgos

El derecho a la protesta es inherente al sistema democrático. No existe verdadera libertad si se impide al ciudadano protestar. Desde luego que debe hacerlo con respeto al orden y sin pretender coercitivamente que otros ciudadanos se sumen a su protesta.

Proponerse la paralización total de un país no es sin embargo  una simple protesta.

Es buscar la forma de que millones de personas se queden en casa acatando una decisión de organizaciones diversas que alegan interpretar el sentir de esos millones. Pero sucede que la nación no tiene oportunidad de expresar su parecer antes del paro. En este caso nos referimos al paro convocado para el lunes.

Puede que un llamado a huelga deje desiertas muchas calles y cerrados muchos negocios, pero no habría forma de saber hasta qué punto la gente se resguardó por temor a  motines callejeros y por efecto de llamadas telefónicas intimidatorias.

Se trata de recursos muy utilizados. No necesariamente sería este el caso pero siempre hay gente dispuesta a pescar en río revuelto.

El llamado a huelga para el lunes encierra la posibilidad  de que sea aprovechado para cometer actos de violencia que podrían degenerar en enfrentamientos con la fuerza pública o que sectores políticos, que ya expresan apoyo al paro, traten de sacar provecho alentando la demostración para que parezca una prueba irrefutable de la impopularidad del gobierno.

II

Lo justo sería que el paro nacional solo se dé si es espontáneo al ciento por ciento, para lo cual no debería ocurrir previamente ni durante su desarrollo el menor amago de violencia de grupos callejeros.

Y que en ningún caso las alteraciones del orden desaten una represión desmesurada de la Policía. En el pasado, ese tipo de movimiento ha costado vida a gente inocente. Ni el gobierno ni los promotores  deberían perdonarse que eso ocurra esta vez.

Hay que admitir como cierto que la mayoría de los ciudadanos quiere disponer de buenos servicios de agua y luz; también rechaza las alzas abusivas y demanda nuevos aumentos de sueldos.

Pero ninguno de nuestros grandes males, incluyendo los señalados, son superficiales. Debajo de ellos hay rígidas estructuras viciadas y no todas de la exclusiva responsabilidad de los gobiernos.

Todos los gobiernos, desde 1961 para acá, han enfrentado reclamos de solución.

Algo que no parecería  imprescindible en esta coyuntura es abrir un  diálogo con los organizadores del propuesto paro.

Sí es de rigor  que las autoridades hablen, pero para toda la ciudadanía, con firmeza y claridad sobre sus intenciones y la forma de resolver los problemas.

Aceptando las críticas a sus desaciertos evidentes; desistiendo de algunas políticas que encarecen el costo de la vida, como la que rige para los combustibles; estableciendo un orden de prioridades  en el uso de recursos para favorecer a los sectores más necesitados.

Quizás entonces habría un renacer de esperanzas. La sensatez diligente  del sector oficial debe ser ya la respuesta a  los ánimos huelgarios.

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