Huesos… de todas clases

Huesos… de todas clases

FEDERICO HENRÍQUEZ GRATEREAUX
Todos los huesos contienen calcio: los de los dinosaurios, que reorganizan pacientemente arqueólogos y naturalistas; los de las vacas, puercos y pollos, que se acumulan en los mataderos; los de los hombres, conservados en cementerios o amontonados en fosas comunes. Hay fosas comunes creadas para la pobreza; y fosas comunes instaladas para la disidencia política. Mozart, por circunstancias especiales, fue a parar a una fosa común. Don Francisco de Miranda, patriota y prócer venezolano, fue enterrado en la fosa común de una prisión de Cádiz. Sus huesos yacen mezclados con los de presos comunes pobres que murieron en 1816.

Pero las fosas más espeluznantes son las que se abren para ocultar genocidios. Los alemanes cavaron fosas para sepultar judíos hasta que, cansados de ese trabajo, construyeron hornos para la cremación de los cuerpos de los “despreciables” judíos, previamente “gaseados”.

Las fosas de este tipo, esto es, para matanzas étnicas, exterminios de pueblos, venganzas políticas, exclusiones ideológicas, sirven para embotar nuestra sensibilidad ante la muerte de un ser humano… o de unos pocos. Los muertos han sido muchísimos y el calcio es una sustancia de gran importancia para la industria. El mármol es carbonato de calcio, el yeso es sulfato de calcio. Nos engañan así con las expresiones propias de la química, con subrayar la necesidad de calcio en los seres vivos. Con todo ello queda disimulado el horror de los crímenes colectivos. Un crimen colectivo es, en realidad, la suma de innumerables crímenes individuales. Encontrar los huesos es tarea central de historiadores y arqueólogos; ocultarlos es oficio de políticos-sepultureros.

La contemplación de huesos humanos amontonados puede acongojar a algunos y provocar el terror en otros. He visto en Lima, antigua ciudad virreinal, un espectáculo insólito de huesos clasificados.

El sótano del Convento de San Francisco es un inmenso osario. En Lima no había cementerio en la época colonial. Los cadáveres de las personas importantes eran introducidos en el subsuelo de esa iglesia en una especie de “pudridero”. En este salón o recibidor de muertos se transformaban los difuntos en puros huesos. En los alrededores del “pudridero” hay galerías con pozos y artesas cuadradas y rectangulares. Los pozos contienen cráneos; las artesas están llenas de fémures, tibias, caderas, vértebras. Cada artesa tiene huesos de una sola clase, como si fuesen piezas de motor en una tienda de repuestos. Las vértebras pertenecen a centenares de personas, fallecidas en el curso de varios siglos, hembras y varones, todos pertenecientes a las clases superiores.

Los cadáveres de los grupos sociales de ínfimo rango eran echados al monte sin ningún ceremonial. Una artesa de vértebras es un pequeño universo: cervicales, dorsales, lumbares, grandes, medianas, diminutas; enredadas entre si, algunas con las apófisis transversas rotas. Es un panorama sombrío y desagradable; pero, al fin y al cabo, los huesos del Convento de San Francisco proceden de personas que han salido de este mundo por muerte natural.

Los alemanes no son los únicos que han preparado fosas comunes por razones políticas, étnicas, militares o ideológicas. En los Balcanes, en Rusia, en España, en América del Sur, podemos encontrar ejemplos terroríficos de intolerancia genocida. Hace cuatro días conocí a un ex – combatiente de la guerra civil española, quien estuvo en la Batalla del Ebro, en condición de artillero. Me contó horrorizado que vio fusilar a un jovencito “acusado de haber oído misa el domingo anterior”. Le dije que en el famoso tajo de Ronda – un abismo enorme en el fondo del cual corre el río Guadalevin – hay un sitio por donde los fascistas despeñaron a los comunistas; por ese mismo lugar, pocos años antes, los comunistas habían arrojado a los fascistas. Hoy puede verse una reja metálica colocada justo en el derriscadero donde los dos bandos se mataron sañudamente.

Los hombres se han matado sin misericordia en Bosnia-Herzegovina, en Toledo y en Ronda, en Stalingrado, en Varsovia y en Bagdad. Quedan los huesos y el odio. Los huesos, cuando van a una fosa común, se funden con la tierra; tal vez el calcio sirva como fundamento de muchas primaveras y ayude a florecer las plantas. El odio, sin embargo, se estanca, se emponzoña y no se diluye con el paso del tiempo. Basta con que un historiador escriba un ensayo elocuente, que un demagogo carismático haga el elogio de un líder asesinado, para que resurja la voluntad de matarse. Los pretextos para las guerras civiles son infinitos. Con frecuencia los políticos amenazan con el fantasma de la violencia para obtener la aprobación de expedientes pacíficos. Actúan en forma parecida a los aprendices de brujería, que desatan fuerzas que no controlan. Al final, sólo quedan blancas osamentas rodeadas de odio.

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