Hugo Chávez y la renta petrolera

<p>Hugo Chávez y la renta petrolera</p>

FABIO RAFAEL FIALLO
Disponer de un recurso natural con fuerte demanda internacional, como el petróleo o el gas natural, constituye una colosal fuente de divisas y por ende un codiciable instrumento de desarrollo económico y social para el país que lo posea. Al mismo tiempo, sin embargo, numerosas veces se ha observado que la posesión de dicho recurso tiende a engendrar efectos perversos para la economía de ese tipo de país, pues éste puede sostener magnitudes elevadas de crecimiento y de importaciones sin tener que modernizar y diversificar su aparato productivo ni competir en los mercados mundiales de artículos manufacturados.

Dicho de otro modo, la renta que procura la explotación de un recurso natural puede convertirse en un desincentivo para el desarrollo económico y social: al disponer de un monto considerable de divisas como si se tratara de un maná, el país en cuestión se ve en condiciones de eludir, al menos por cierto tiempo, el imperativo de eficacia y rentabilidad al que se ven sometidos los países cuyas economías no cuentan con recursos de ese género. Más aún, el acopio de divisas obtenidas de esa manera milita a favor de la apreciación de la moneda local, lo que tiende a restringir aún más la competitividad, en los mercados extranjeros, de los otros bienes producidos por el país en cuestión. De esa manera queda acentuada la dependencia de dicho país con respecto al recurso natural.

El problema que nos ocupa no es una fatalidad. Para resolverlo, se requieren medidas tendientes a restaurar o mejorar la competitividad internacional de los otros sectores de la economía y, sobre todo, a utilizar de manera eficiente la renta obtenida mediante la exportación del recurso natural con fuerte demanda mundial. Desafortunadamente, con frecuencia se opta por la solución de facilidad y se prefiere utilizar la renta así engendrada haciendo caso omiso del imperativo de eficacidad.

Es menester tomar en cuenta ese tipo de problema si se quiere evaluar cabalmente lo que está en juego en el caso de la llamada revolución bolivariana del presidente Hugo Chávez.

La política de Chávez ha implicado la utilización de una parte de la renta petrolera de Venezuela para el financiamiento de programas de mejoramiento social. Por primera vez en la historia de aquel país, médicos han entrado en algunos barrios pobres de Caracas para curar a decenas de millares de enfermos, y niños de esos mismos barrios, en millares también, han descubierto finalmente lo que significa ir a una escuela y estudiar.

Esos programas, sin embargo, han tenido un alcance limitado. En base a cifras del Instituto Nacional de Estadística de Venezuela, la población viviendo en la pobreza aumentó de 43% en 1999, año en que Chávez toma el poder, a 53% en 2005. Luego del asombro causado por estas cifras, algunos institutos cercanos al gobierno decidieron modificar la metodología estadística, pudiendo así presentar una disminución del índice de pobreza de 50% a 43% durante el mismo periodo. Pero entonces, con la nueva metodología, la pobreza disminuye más en los dos años anteriores a la revolución bolivariana, de 61% en 1997 a 50% en 1999 (de 11% pues), que en los seis años de la misma (7%). Añádase que durante el primer mandato de Chávez los precios mundiales del petróleo se vieron multiplicados por cuatro, y podrá apreciarse mejor cuán exiguos han sido los resultados de la lucha contra la pobreza en comparación con las posibilidades que ofrece la coyuntura petrolera internacional.

Concomitantemente, debido a la falta de inversiones y a deficiencias en la administración de la empresa estatal del petróleo (PDVSA), la producción de dicha empresa se contrajo de 60 por ciento entre los años 1999 y 2006 según el Financial Times, edición del 28 de abril de 2006. En el mismo artículo, el prestigioso diario londinense reveló que Venezuela estaba en trámites para comprarle a Rusia alrededor de 100 mil barriles de petróleo, por un equivalente de dos mil millones de dólares, a fin de poder cumplir con contratos de venta. En cuanto a la producción total de petróleo en Venezuela, la revista especializada Market Watch (5 de abril de 2006) indica que la misma bajó de 27 por ciento entre 2000 y 2005, proporción similar a la de la caída de la producción de petróleo en Irak consecutiva a la invasión norteamericana de 2003 y al caos civil que se ha instaurado allí.

El propio presidente Chávez da signos de estar consciente de esos problemas, ya que en el discurso de inauguración de su segundo mandato anuncia un giro radical con miras a rebasar los mismos. ¿Qué medidas se propone adoptar? Pues bien, la nacionalización de sectores “estratégicos” (en un inicio la electricidad y las telecomunicaciones), amén de un mayor control del Banco Central y del sector petrolífero por parte del poder político. Medidas éstas, ¿acaso hay que recordarlo? que contribuyeron a la ineficacia, y finalmente al fracaso, de los experimentos socialistas del siglo recién concluido.

Cabe preguntarse: ¿por qué estas medidas tendrían hoy una mejor suerte que en el siglo XX? ¿Por qué las empresas nacionalizadas, o un Banco Central controlado por el poder político, o una empresa estatal de petróleo sin autonomía en su gestión, serán esta vez eficaces y no producirán el mismo despilfarro y el mismo burocratismo de otrora? Si el “socialismo del siglo XXI” termina por apoyarse en la estatización de industrias claves y por descuidar el imperativo de eficacia económica, ¿por qué el nuevo socialismo tendría más éxito que aquel que se desmoronó junto con el muro de Berlín?

Que quede claro: aquí no afirmo que las empresas nacionalizadas están condenadas a fracasar. Lo que mantengo es que es preciso brindar razones convincentes, y no simplemente retóricas, de cómo y por qué habrán de diferenciarse de las empresas estatales de ayer.

Igualmente en el terreno político existe la tendencia a recurrir a los métodos del socialismo de ayer, es decir, a la concentración del poder: formación de un partido de gobierno unificado, supresión de la licencia de operación de una gran cadena televisora crítica del gobierno (lo que sirve por añadidura para amedrentar a las demás), legalización de una nueva reelección y, más importante aún, decisión de gobernar por decretos presidenciales, sin necesidad de debate parlamentario, durante los primeros dieciocho meses del nuevo mandato.

Y ha quedado hartas veces demostrado que cuando un régimen se enrumba por esa vía, no suele detenerse antes de eliminar toda traba a su poder.

Por supuesto, al igual que ayer, se puede argüir hoy que la concentración del poder es necesaria para llevar a cabo la revolución e impedirles a los sectores reaccionarios sabotearla. Muy bien. Supongamos no obstante que, como ocurrió con el socialismo del siglo pasado, las recetas económicas de la revolución bolivariana no tengan el éxito esperado; en ese caso, ¿cómo podría el pueblo sancionar al gobierno que lo haya defraudado si éste lograra de antemano controlar progresivamente todos los mecanismos del poder?

El “socialismo del siglo XXI” representa un lema

aglutinador, por cuanto responde a las legítimas aspiraciones de igualdad y solidaridad que abriga todo ser humano de buena voluntad. Pero ese socialismo, o bien es la repetición del socialismo del pasado, en cuyo caso no está claro cómo ni por qué habría de tener éxito esta vez; o bien se trata de algo nuevo, en cuyo caso habrá que definir y precisar en qué difiere del anterior y en qué consiste la novedad.

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