El humanismo tuvo su origen contra el capricho desencadenado de falsas teorías que consideraban el derrumbamiento del mito como el final de toda autoridad e interpretaban la afirmación de que “el hombre es la media de todos los valores” en el sentido del subjetivismo radical.
El descubrimiento del Espíritu objetivo significó originalmente para los griegos, el descubrimiento de la autoridad divina que daba al individuo su ley.
Sus leyes dan al universo su unidad y su orden. Al tiempo que indican al individuo y a la comunidad humana el camino que conduce al estado en el que el verdadero ser encuentra su realización; o sea, lo que los griegos llegaron a denominar “eudaimonía”.
Así como la naturaleza material es transformada en cosmos por el espíritu, así el humano y la comunidad deben hallar su verdadera forma según las leyes del espíritu, la verdad, el bien, la libertad y la autonomía.
Pero la libertad y la autonomía no liberan al hombre de toda norma trascendente, ni le dan libre curso a sus caprichos subjetivos. Sería como autorizarlo a hacer únicamente aquello a lo que le empujan el placer y la pasión del momento.
La libertad auténtica se entiende como la independencia respecto de todo aquello que motiva a los seres humanos. Es la libertad de quienes dominan las motivaciones que les asaltan, y por tanto, sólo es posible cuando la acción está determinada por un motivo que trasciende todos los instantes; es decir, por una ley, por una norma.
Entendiendo la libertad como la obediencia a una ley reconocida como verdadera y legítima, y por lo tanto aceptada. La que los seres humanos sienten como la ley de su propio ser. Como la ley del espíritu. Y esa libre obediencia o libertad es precisamente lo que podría denominarse como autonomía.
Pero la autonomía no es en modo alguno la “autosoberanía” del hombre que no conoce ninguna compulsión superior.
Precisamente frente a todo esto, el humanismo y el cristianismo se aliaron. Ambos están unidos en la fe de la posibilidad de un conocimiento objetivo de la verdad. En la fe de la validez de las normas morales y éticas. Y por consiguiente, en la idea de un derecho determinado por la justicia.
Están unidos en la fe de un mundo espiritual invisible. Que está más allá del mundo cotidiano. Pero también en la convicción de que el hombre forma parte, según su esencia, de ese mundo espiritual y no satisface el sentido de su vida más que si ese mundo trascendente determina su voluntad y sus actos.
El humanismo y el cristianismo concuerdan en la convicción de que el hombre es una persona; es decir, un ser humano que lleva en sí su sentido y su valor, y cuya vida no se agota en los menesteres de la vida practica, corporal, económica o política. Ni es prisionero de esos fines terrenales o materiales.
Su valor está por encima de lo que algunos podrían considerar utilidad práctica. El humanismo busca la autoridad y la halla en el Espíritu.