No soy especialista en estos temas, pero eso no me impide compartir lo que creo estar observando.
En un inicio, el poder se concentró en función del número de guerreros y astucias. Más adelante, fue el turno de la propiedad privada y el capital acumulado. En el siglo XX, el dominio pasó por la industria armamentista, la farmacéutica, los fondos monetarios y los grandes medios de comunicación, que condicionaron la voluntad popular.
Hoy vivimos un nuevo capítulo: el de la información, o más precisamente, el de la cibernética y la inteligencia artificial.
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Durante décadas, centros académicos y empresas han trabajado en la captura, acumulación y procesamiento de datos, siempre bajo el patrocinio económico y la tutela de los grandes poderes.
Mientras tanto, el ciudadano común apenas logra ser un consumidor de servicios, conectado de forma superficial a gigantescas bases de datos que acumulan información sobre todo lo relevante para los negocios y el control social.
El ciudadano medio usa su teléfono celular o computadora con la misma inconsciencia con la que se come un pedazo de pan o usa papel higiénico, sin saber nada de su composición o del proceso industrial que los produce.
Las debilidades de los pueblos, su ignorancia, pero especialmente, su corruptibilidad, han ido parejos con la falta de proyectos comunes, con abandono de ideales patrios y la falta de interés por asuntos de identidad, nacionalidad, y temas de mayor alcance en cuanto a la autorrealización individual y colectiva.
Y aunque gran parte de nuestros nacionales, en países occidentales y en otras regiones del mundo, tienen apego a convicciones de tipo espiritual, no es común que los ciudadanos creyentes en lo espiritual vean ni exploren las conexiones entre estos fenómenos del mundo tecnocientífico con su individualidad y su desarrollo espiritual.
El cristianismo, siendo la práctica religiosa que ha contado con los mayores desarrollos intelectuales, de Agustín de Hipona, Teilhard de Chardin y estudiosos seminaristas de nuestros días, está muy lejos de aterrizar esos grandes pensamientos al creyente común, quien practica su fe con el mismo ritualismo, desenfado e ignorancia con la que utiliza su teléfono celular.
La vida cotidiana se ha reducido a núcleos cada vez más pequeños, mientras los propósitos compartidos y valores comunes se diluyen en una conciencia colectiva que parece evaporarse día tras día.
El sistema de poder global ha construido una red de dependencias que aparentan ser elecciones voluntarias individuales. Pero, en realidad, funcionan como mecanismos de manipulación al servicio de pequeños grupos de poder.
La mayoría de las personas usan la IA como una herramienta sin saber nada sobre sus mecanismos ni sobre las personas e instituciones que están detrás de su desarrollo.
Esto plantea un riesgo profundo: estamos confiando decisiones fundamentales a sistemas que no entendemos, diseñados por personas que no conocemos, con intereses que no nos han sido revelados.