Ida y vuelta Berlín-Pamplona-Roncesvalles

Ida y vuelta Berlín-Pamplona-Roncesvalles

Viernes 21 – Sábado 22 de julio
Me despedí de la estación Wilmersdorferstrasse, de mis calles y mi casa con los objetos de la lista de Maite y otros de mi propia inspiración asfixiándose entre los múltiples compartimentos de mi mochila roja Deuter Futura 32 AC . Mi compañera de viaje pesaba 14 kilos, casi el doble de lo recomendable para un cuerpo entrenado en estas lides, lo que por supuesto no era el caso  del mío.

Sólo tiene que alejarse un poco del Camino pero créanos que vale la pena, han hecho unas excavaciones importantísimas, no debe perder esa oportunidad. Le respondí cortésmente a la pareja española con la que compartí el vuelo entre Berlín y Madrid, que lo intentaría pero que tal vez no me fuese posible porque tenía los días contados y seguramente no  tendría tiempo disponible para hacer turismo. Mis amables compañeros de viaje me hicieron el primero de una cadena de comentarios a los que terminé acostumbrándome a lo largo del Camino: no podían creer que una dominicana –sola- estuviese haciendo el Camino de Santiago.

Esta es la entrada de mi diario sobre Roncesvalles:

A mi llegada a Roncesvalles en autobús desde Pamplona, me pasé el día tumbada, sin nada de energía, primero al sol, pero menos de una hora. Busqué sombra y encontré un lugar maravilloso con muchos árboles. Me eché allí hasta que abrieron el refugio a las 4 de la tarde; la espera me pareció eterna. Entre la sombra y el sol hice una parada en un restaurante con internet, ví mis correos y las palabras del maestro Aïvanhov: «Si estáis haciendo una búsqueda espiritual, tratéis de olvidaros de cualquier otra cosa. Aprovechad ese momento para desligaros de todo».

«Cenamos trucha deliciosa con papas fritas (muy grasosas), de entrada una crema de verduras riquísima, todo acompañado con un vinto tinto formidable. Mis compañeras de mesa: Denise (USA) y Minerva y Paola, italianas. Llegamos directo de la misa en la capilla de Nuestra Señora de Roncesvalles donde el cura habló sobre la necesidad de buscar un refugio interno para bloquear las proyecciones de los demás sobre nosotros; y de un rumor profundo, de una búsqueda de nuestro yo esencial. Comulgué por primera vez en mi vida* porque me sentí en perfecta armonía con todo lo que me rodeaba, especialmente con la escultura de plata de la Virgen en el altar de filigrana:  una obra maestra de orfebrería. Al final de la misa recibimos una bendición para los peregrinos que comenzaba recordando a Abraham. El cura nos pidió que al llegar a Santiago le dedicáramos una oración.

Ahora, en el albergue, espero que se cumpla la orden anunciada: A las 10 apagamos la luz, a las 6 abrimos la puerta. Como no puedo usar mi despertador, si no me levanto antes saldré como todo el mundo, sin bañarme».

(*) Fuí bautizada y criada como protestante.

Roncesvalles-Zubiri / 21 km
Domingo 23 de julio

En mi primera jornada desbordaba una excitación heroica, desayunar me pareció innecesario después de haber dormido poquísimo y sin decir agua va me uní al primer peregrino que ví salir armado con la única cosa que Maite olvidó anotarme: una linterna en la cabeza.

El bosque de Roncesvalles es una etapa romántica e inspiradora del Camino, un respiro de nubes atravesado por troncos recubiertos de líquen que se alternan rítimicamente las flechas amarillas pintadas por un artista de las direcciones. La peregrina presiente la inmensidad secreta del mundo entre hendiduras y esferas irregulares, el mundo es un pie detrás del otro y la atención total en la fragilidad de sus tobillos y en sincronizarse con el peregrino iluminado que marcha como si estuviese huyendo de un mal recuerdo, y quisiera llegar ese mismo día a Santiago de Compostela. Mi guía era vasco y hacía el Camino por segunda vez porque la primera no aguantó y paró no sé en dónde. Ahora estaba haciendo el Camino con la fotocopia de un accidente automovilístico impresionante pegada en su mochila. Su amigo había sobrevivido aquello y él dedicaba su peregrinación como acción de gracias. Llegamos a Zubiri y él continuó rumbo a Pamplona sudoroso y determinado mientras que yo llegué más muerta que viva al albergue donde me tiré en la primera cama que encontré, completamente desbordada por un cansancio supremo.

Era Domingo, Zubiri estaba desierto y había que esperar hasta las 4 a que empezaran a servir el menú del día en uno de los 2 restaurantes del pueblo. Durante la comida aprendí que en euskera «ilargia» es luna y traducida literalmente significa «luz de muertos». Llevaba sólo un día de Camino y ya me empezaban a parecer los vascos la gente más simpática y abierta del mundo con una lamentable imagen pública, cosa que me abstuve de comentarle al padre y el hijo que se habían sentado en mi mesa.

El padre era un ciclista apasionado; dice que si no monta 50 km diarios se enferma. Al conocer mi nacionalidad lo mismo que tanto otros, -aunque añadiese inmediatamente que vivo en Berlín- ignoró esta subsequente información al expresar su asombro por lo lejos que había venido. El hijo hablaba poquísimo pero se sentía entre ellos una comunicación perfecta. Lo escuché hablar por primera vez en el cristalino río de Zubiri cuando una serpiente acaparó serenamente su atención. Mírala, es larguísima, no le tengas miedo. Padre e hijo lograron que metiera mis pies en el agua friísima para observar la serpiente más de cerca y luego me animaron a nadar.

Zubiri-Pamplona / 21 km
Lunes 24 de julio

Mientras esperaba que abrieran el albergue de las hermanas Agustinas, un miembro de la ETA me dió un masaje en los pies y luego me ofreció una cena gratis en su restaurante. Tenía el pelo ralo, canoso y largo, y unos ojos grandísimos; sonreía con los dientes manchados de nicotina desganadamente. Entre su sonrisa dudosa me actualizó sobre su anti-clericalismo, su amistad con el alcohol y su original horario de descanso cotidiano que empezaba a las 5 de la mañana y terminaba a las 12 del mediodía, hora en que acostumbra sentarse en la plaza frente al convento de las Agustinas y frente a su propia casa para ver pasar los peregrinos. Lo soltaron después de 20 años de cárcel gracias a una amnistía que mantiene al presupuesto policial en ascuas: Vigilarlo le cuesta una fortuna al estado español. Cuando finalmente abrieron el albergue, me despedí declinando la invitación a cenar y agradeciéndole el masaje de todo corazón.

Tenía ya dos ampollas enormes en cada talón y en la pierna izquierda un territorio enemigo ferozmente defendido por el astronauta cruel que plantó en mi fémur izquierdo su bandera tenaz, como constancia de su sed de fama y reconocimiento. Para mi total alivio encontré en el albergue muchos peregrinos en estado similar al mío que intercambiaban agujas, hilos, bromuro para desinfectar, algodones, ungüentos y sprays para el dolor; en fin, todo lo que convierte al principio del Camino en una experiencia mucho más farmacéutica de lo que una se puede imaginar.

Una chica guapísima tomó la cama encima de la mía; estaba fresca como una lechuga y destilaba estilo y encanto por los poros. Con excitada simpatía me contó que era polaca, aunque se había criado en Canadá, y que comenzaba el Camino en Pamplona. Quedamos de salir juntas a comprar comida para la cena una vez yo pudiera descansar un poco. Caminamos mucho rato sin encontrar una sola fruta fresca ni un vegetal que no estuviese congelado dentro de un supermercado infinito. Como el supermercado está junto al mercado municipal se llegó al común acuerdo de dejarle al César lo fresco y al otro César lo contrario. Al estar el mercado cerrado tuvimos que conformarnos con un jugo de naranjas valencianas directamente importado del sur de la Florida, carísimo, para compensar la carencia de frutas. En el supermercado infinito conocimos a una profesora francesa con la que más tarde compartimos la cena y una sobremesa confesional de primer orden.

La chica polaca había estudiado filosofía (Wittgenstein, su favorito), pero tenía un trabajo muy mal pagado en Varsovia como traductora policial. Todavía vivía con sus padres y hacía el Camino para aprender a perdonar al novio que la había dejado plantada frente al altar. Por su parte la profesora había empezado el Camino Francés el año anterior en su país para curarse de los dolores en sus pies planos inspirada por un libro. Ni al autor ni a ella se le curaron los dolores en los pies pero ambos han quedado prendados de la magia del Camino. Detesta enseñar, le revuelven sus pupilos, se confiesa la peor profesora del mundo, odia la historia y la geografía, que es lo que enseña, pero no tiene más remedio, necesita seguridad.. Yo les conté que hacía el Camino para agradecer por la fuerza y la inspiración que tuve para salir adelante después de mi último (tercer) divorcio, por los amigos que me habían acompañado en la experiencia, por el apoyo de mi familia y por la segunda oportunidad que me había dado el Cosmos de asumir con integridad mi papel de madre.

Evaluamos juntas el contenido de nuestras mochilas. La profesora francesa, veterana, preparó la suya pesando cada objeto; lo infaltable: la bolsita de agua con su calimete para hidratarse constantemente. Ni la polaca ni yo llevábamos bolsita, pero ella, en cambio, sí tenía experiencia como montañista, de hecho cargaba cacharros para cocinar. Yo que nunca había caminado ni por deporte ni por necesidad por lo menos me asesoré lo mejor que pude navegando horas muertas en internet.

Salimos al día siguiente como a las 6 de la mañana después de un buen desayuno, tranquilizadas por la experiencia de la profesora francesa cuya certera predicción sobre los truenos, rayos y centellas que acompañaron desde lejos nuestra cena nos garantizó al día siguiente una caminata sin lluvia. La profesora tenía un ritmo muy lento, movía las caderas en vaivén, casi bailando, y vestía una falda de tenista. No le importaba que subiendo las montañas se le viera la ropa interior, para algo era francesa; lo importante es que siempre tenía ventilación y libertad de movimiento. Mis dos compañeras de jornada calzaban botas de montañista, y yo que siguiendo a Maite las había sustituido por sandalias, me cubrí los pies con bolsas de plástico del supermercado infinito para protegerlos de la lluvia fina de la mañana. Caminé así un par de cuadras y me las quité; si se me mojaban los pies, profetizó la francesa, me va a doler el estómago. No tuve oportunidad de comprobar esta teoría porque gracias a Dios paró de llover muy pronto. Lo que sí aprendí en su momento fue que el paso de la profesora francesa es el paso inteligente del caminante experimentado. Jamás debes empezar con vigor; se comienza cada día despacito, suavemente, como bailando.

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