Me resultaba exagerado el afán de Yahvé de prohibirles a los israelitas que compartiesen en fiestecitas con sus vecinitos cananeos. Total, pensaba yo, si eran adoradores de ídolos de palo, objetos inertes hechos por ellos mismos, ¿por qué temerles?
Hay pocos temas que merezcan más interés que el de la idolatría. Lo peor, las presentes generaciones siguen tan ignaras e incautas como las antiguas al respecto. La enorme variedad de conductas idolátricas va desde inocentes requiebros románticos a la amada, hasta el culto ritual a la madre; desde la mirada aprobatoria frente al espejo, los afanes de Narciso en la fuente y la madrastra de Blanca Nieves ante el espejo mágico, hasta el pacto de Dorian Gray con el Satán. Y los emperadores griegos, cuyas aberraciones iban desde el culto estético por el cuerpo humano, pasando, desde luego, por el narcisismo y la homosexualidad pura y simple, hasta llegar a la ilusión de ser dioses ellos mismos.
Quede claro, soy partidario y profesante del amor filial con toda la ternura descrita por Trinidad de Moya en su sublime Himno a la Madre, orgullo de nuestra tradición. Pero la idolatría es enfermedad, culto exagerado, perverso, a una persona, cosa u objeto; o de sí mismo, lo más abundante y peligroso.
Concluyentemente: toda idolatría no es sino una forma de culto a sí mismo. Resulta, pues, sospechoso tanto derroche de amor a esas personas que lo que más nos une con ellas es el amor que ellas tienen por nosotros; como es el caso de esos hijos cuyo mejor arte es el de manipular a mamá. O sea, la aman por todo lo buena que es, pero sobre todo por “lo débil y consentidora que es ella conmigo”. Esto último conecta directamente con la idolatría del hijo (por parte de la madre); cosa conocida, desde Freud y Adler, por todos los psicólogos y psiquiatras, como la génesis de todas las inconductas de los niños mimados, particularmente los clase-medias. (Actualmente todos los niños son clase-medias mentalmente, globalizados culturalmente, “consumísticamente”). Gran parte de toda la corrupción, criminalidad, homosexualidad y desvergüenza que caracteriza al mundo de hoy, y marcadamente a nuestro país, tienen que ver con esos “mimos de clase media”, de madrecitas consentidoras (corruptoras), incapaces de darle el pellizco oportuno y amoroso a su pichón de Pepito Malaspulgas, de Danielito el Travieso. Ese culto recíproco de madre e hijo, en una sociedad sin Dios, solamente conduce al machismo, a la explotación sexual y emocional de la mujer, y a un paquete de aberraciones, que no son sino formas diversas del culto de sí mismo, del hombre como dueño y señor de la creación. Dios no necesita adoración y menos de corruptos. Por ello prescribe a las criaturas tenerlo a él como límite, previniendo la idolatría humana de sí mismo; más corruptora que el poder y el dinero, cuales son apenas medios para el auto endiosamiento del hombre. ¡Felicidades a las madres, los hijos y los pueblos que sabiamente dan el primer lugar a Dios!