Ignacio y Jerónimo: el Padre y el melancólico

Ignacio y Jerónimo: el Padre y el melancólico

POR ANTONIO LLUBERES, SJ
Jerónimo Nadal se encontró, temprano en su vida, con Ignacio de Loyola. Por primera vez, Jerónimo vió a Ignacio en Alcalá entre 1526 y 1527. Más tarde, conversaron en París en algún momento en l534. Su actitud en ambos casos fue distante. Jerónimo no quería vincularse, ni siquiera con la conversación, con un Ignacio que era mirado con sospecha por la autoridad religiosa tanto de España como de Francia.

Pero Jerónimo, una personalidad poseída por una melancolía que somatizaba en dolores de cabeza y estómago, mal genio, tristeza, insatisfacción, angustia y soledad hasta la misantropía, no sabía que el Padre Ignacio sería la persona que le ayudaría a encontrar trabajo y sentido a su vida en la Compañía de Jesús.

Ignacio, mediante la observación de los ojos de Jerónimo, penetró su interior melancólico pero generoso y con un método que mezclaba dureza y suavidad, “duriter sed suaviter”, lo fue llevando a un compromiso en la Compañía de Jesús a través de misiones retantes, delicadas y comprometedoras hasta el punto que James Broderick –el jesuita inglés historiador de la Compañía– lo llama el segundo Ignacio, el segundo fundador de la Compañía.

El padre Jerónimo Nadal fue el jesuita que mejor caló y conceptualizó la persona y el pensamiento de san Ignacio de Loyola.

La historia es como sigue. Jerónimo Nadal es el primero –nació el 11 de agosto de 1507– de cuatro hijos de una familia cuyo padre era abogado, de Palma de Mallorca. En 1526 fue a estudiar a la recién fundada universidad de Alcalá, escuela de latín, griego y hebreo, las tres lenguas que representaban el pujante humanismo. Se dice que allí se enteró que Ignacio estaba siendo investigado por la inquisición.

En 1532, con su título de humanidades, se trasladó a la Sorbona de París a estudiar filosofía. Aquí se encontró con Ignacio quien había llegado en 1528 y ya reunía un grupo de compañeros. Conversó un par de veces con Ignacio pero no le aceptó la invitación a hacer los ejercicios espirituales y le puntualizó que el libro que él quería seguir era el de los evangelios. Y luego, puso por escrito: “yo no quiero ligar mi vida a estos compañeros. ¿Quién sabe si un día caerán en manos de la inquisición?”

En 1536 Ignacio partió para España y Jerónimo para Avignón. Allí perfeccionaría su hebreo con los rabinos de la colonia judia, se ordenaría de sacerdote en abril de 1538 y en mayo 11 obtendría su doctorado en teología.

De Avignón regresó a su ciudad, Palma. En Palma gozaría de una posición privilegiada, con tres beneficios eclesiásticos, lecciones universitarias y muy buenas relaciones sociales. No obstante, le nacieron sufrimientos físicos y angustias existenciales. Cuenta que vivió siete años enfermo, en manos de médicos y tomando medicinas, que fue un fracasado como profesor y predicador y hasta sus relaciones con la familia eran tirantez. “Yo buscaba la paz –decía– y la paz huía de mí.” Un amigo lo encaró haciéndole ver que no tenía razón para vivir tan triste si tenía “todo lo que puede apetecer el corazón”, y él le contestó: “Ah, dónde podré llenar tantas ansias que me devoran?”

Estando en esta situación le llegó la noticia que Ignacio estaba en Roma dirigiendo una congregación religiosa que tenía aprobación del Papa y copia de una carta de Francisco Javier narrando los avances misioneros en Oriente y pidiendo a los jóvenes delas universidades de Europa voluntarios para ir a evangelizar a las Indias. Esta noticia trajo una luz a la atormentada alma de Jerónimo e inmediatamente comenzó a planear viaje a Roma.

El 15 de Octubre de 1454 llegó a Roma y buscó a Ignacio. Ignacio mostró alegría por el reencuentro pero no se impresionó mucho. Durante un mes Jerónimo giró entre amigos, iglesias y monumentos de Roma, sin celebrar misa, sin norte. A veces visitaba la casa de los jesuitas, Ignacio lo invitaba a comer y le conversaba con dulzura. Narra que algunos padres lo urgían a hacer los ejercicios espirituales, pero Ignacio se tomaba su tiempo hasta que hablaron seriamente de ello, entonces Ignacio dio instrucciones de que se le buscara un aposento cómodo frente a un huertecillo ameno por temor a sus melancolías. La observación del Padre había sido: “Este sujeto nos creará dificultades, porque está lleno de melancolías, como lo revelan sus ojos, y es de temer que si Dios no le llama [a la Compañía] se torne tan melancólico que pierda el juicio. Tendrá tribulaciones y quizás más graves que las actuales; pero Dios le ayudará, disminuirán sus turbaciones, aumentarán las consolaciones y llegará a gustar en esta vida una parte del paraíso”.

El padre Domenech, mallorquín como él, le dio los ejercicios. Los ejercicios fueron una batalla entre sus estados de salud y los caminos de la gracia. Al terminar la primera semana se confesó con el Padre. Hizo la segunda semana, pero la meditación sobre la elección le fue trabajosa ya que sentía debilidad mental y mente oscura. Domenech le recomendó pasar adelante, pero él le pidió una oportunidad más, lo cual dio resultado. El 23 de noviembre de 1545, a las 6.30 pm., Jerónimo se sintió con suma consolación espiritual y alivio corporal para hacer voto de entrar en la Compañía de Jesús. Tenía cumplidos 38 años. Ese día fue recibido en la Compañía y comenzó a hacer su noviciado bajo la dirección del Padre.

El Padre lo fue paseando por todas las pruebas conocidas. Ayudante de cocinero y a barrer con una escoba de flecos recortados para bien probarlo en la paciencia y la humildad. A cavar en el huerto con la molestia del largo abrigo clerical recogido en la cintura. A atender y servir en el comedor. Mientras tanto el Padre lo visitaba en su habitación, lo invitaba a comer a su mesa y a salir a pasear. Y le dio a leer el librito la Imitación de Cristo. Jerónimo resumía la actitud del Padre hacia él con estas palabras: “ha comprendido mi terneza de espíritu y ve que necesito esta familiaridad en el trato.”

Y después vinieron los trabajos y misiones. Primero, lo nombró administrador de la casa, una función que tenía mucho de trabajo y de probación que lo confrontaría con los demás jesuitas y con él mismo. Luego, lo envió a fundar el colegio de Messina, Sicilia (1548). Más adelante, lo nombró comisario general para España y Portugal “cum omni nostra auctoritate” con la misión de socializar las recién aprobadas Constituciones (1553). Después, vicario general para toda la Compañía ( 1555 ). Y por último, comisario general de Italia, Austria y Alemania (1555).

 Estas comisiones hicieron a Jerónimo recorrer los caminos de Europa y enfrentar una variada gama de problemas. Jerónimo se ocupó de dar a conocer a Ignacio a esa nueva generación ya creciente de jesuitas que no lo conocía. La obra, escritos y la propia persona del Padre eran una riqueza que había que conservar. Corregir las desviaciones de la naciente Compañía. Jerónimo buscó enmendar al padre Rodríguez –compañero de Ignacio de la primera generación y superior de Portugal– de sus posiciones respecto a la obediencia. Encaró al padre Bobadilla –compañero de Ignacio de la primera generación– pero en permanente quisquilla. Tuvo que arrancarle al padre Araoz –sobrino de Ignacio y superior de España– la cooperación económica y de personal para las obras y países necesitados. Sus diferencias con el padre Laynez –compañero de la primera generación– hicieron que con frecuencia se les hiciera difícil verse a los ojos. Al padre Borja –de la alta nobleza española– lo tuvo que consolar y defender de las pesquisas de la inquisición y de las maledicencias de la nobleza española. Tratar con bienhechores para financiar los colegios, pero a la vez garantizar la libertad de la Compañía de sus interferencias.Defender ante la universidad de La Sorbona –inspirada en ideas galicanas– la libertad de la Compañía. Participar de las disputas teológicas en la convulsionada Alemania. Alemania –a la que dedicó tanto de su tiempo– fue su sueño pastoral. Allí quería gastar toda su vida. El creía que la conservación de la vida religiosa de Alemania le estaba reservada a la Compañía. Y fomentar el amor por las misiones de las Indias Orientales, que de la lectura de las cartas de los misioneros, consideraba el otro polo de la actividad pastoral de la Compañía. Jerónimo era un académico que no obstante su itinerancia y cargoso trabajo sacaba tiempo para poner por escrito en largas y enjundiosas cartas y en opúsculos sus reflexiones e ideas sobre los diferentes temas en los cuales estaba implicado.

Para el Jerónimo adulto, que había dado pruebas de templanza en el manejo de las situaciones y de suficiente humildad para poner su confianza sólo en Dios, el Padre reservaba la otra parte de su pedagogía, lo “duriter”, la corrección de todas las deficiencias y equivocaciones. El padre GonÇalvez de Câmara, administrador y cronista de la casa de Roma, relata que Ignacio emulaba a los jóvenes a luchar por la virtud, pero a padres como Polanco y Nadal, “con dureza y con reprensiones rigurosas” pero guardando una circunspección de manera que “no quedaran heridos por sus palabras o manera de conversar.” Jerónimo llegó hasta temer al Padre, pero él mismo nos cuenta que con frecuencia, después de la corrección, se le observaba una sonrisa entre los labios.

No obstante el trato, Jerónimo consideraba que Ignacio fue un instrumento de Dios para comunicar su gracia a todos los miembros de la Compañía de Jesús, no sólo por su pensamiento –los ejercicios espirituales y las constituciones– sino por su propia vida. Por eso puso particular interés en que Ignacio narrase cómo Dios lo fue guiando desde el principio de su conversión. Debido a una insistencia de casi cuatro años, Ignacio dictó su Autobiografía.

 Pero donde Jerónimo logró penetrar en profundidad el pensamiento del Padre, y creo yo, el tratamiento que le proporcionó al melancólico fue en la articulación entre la contemplación y la acción. En sus comentarios sobre la parte de las Constituciones llamada Examen, Jerónimo describe al Padre como un hombre de oración, pero con un orden y modo tal capaz de sensar la presencia de Dios y la realidad espiritual en todos los objetos, actividades y conversaciones ya que Dios debe ser encontrado en todas las cosas. He aquí la síntesis, “un contemplativo en la acción”.

 En el cuidadoso equilibrio que hay que tener en una religión divino-humano como el catolicismo, ésta es la posición más ortodoxa, y referida a la persona es la más saneante porque saca de sí, de mirar su ombligo de concavidades limitadas y de dedicarse a ver a Dios –el que siempre oferta mayores horizontes– en el rostro de los otros y de las situaciones.

Ignacio falleció el 31 de julio de 1556. Jerónimo estaba en España y llegó a Roma el 10 de diciembre. Para noviembre de 1557, Jerónimo escribió en su diario que “lo que el Padre Ignacio estimaba era lo que él debía estimar y querer.”

Jerónimo siguió desempeñando una labor dirigencial de primera línea hasta su retiro, en mayo de 1574. Se tuvo el detalle de mandarlo a su querida Alemania, pero por las majaderías de vejez decidieron retornarlo a Roma donde falleció el 3 de abril de 1580. Tenía 73 años.

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El Padre Antonio Lluberes es sacerdote jesuíta y director de la revista Estudios Sociales.

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