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Desde las últimas décadas del pasado siglo 20 viene teniendo lugar aquí y en casi todos los demás países de la América Española y de la región del Caribe tentativas de reforma de los sistemas de instrucción pública con el fin de que todos sus ciudadanos disfruten de las mismas oportunidades de acceso a un régimen de educación de calidad.
Ciertos rezagos en materia de instrucción pública se expresan aquí en el bajo promedio de escolaridad de la población dominicana y en la baja capacidad tecnológica de su mano de obra. ¿Qué hacer para evitar el colapso definitivo de nuestro sistema de instrucción pública? Nada más efectivo que el tener siempre presente las experiencias pasadas y en darle un adecuado uso a los recursos de que disponemos. Debemos de salvar tres grandes obstáculos: la falta de un presupuesto adecuado, la pobreza de los alumnos y la deficiente capacidad profesional y técnica de muchos de los maestros en servicio.
A pesar de la inversión en educación de un 4% del PBI, el Sistema Dominicano de Instrucción Pública continúa siendo uno de los peores financiados de la América Española. Debido al bajo nivel de la inversión a nadie debió causarle sorpresa el hecho de que la República Dominicana ocupara uno de los últimos lugares en los ordenamientos de los resultados de las tan mencionadas Pruebas Pisa-2018.
Mientras el gasto por estudiante de escuela pública es de 250 dólares anuales, el de un estudiante de un colegio de primera categoría es de 5 mil dólares; esto significa que una familia adinerada invierte 20 veces más en cubrir los gastos en educación de su hijo que lo que el gobierno invierte en la educación del hijo o la hija de una familia pobre. En nuestro país continúan siendo muy desiguales las oportunidades de educación. Mantenemos la esperanza de que el candidato que resulte ganador en las elecciones de mayo próximo disponga de un aumento considerable del presupuesto de educación y que habremos de conjurar la crisis que afecta a ese sector.
En decenas de artículos publicados en el periódico HOY hemos expresado lo mismo que acaba de afirmar el Secretario General de la Organización de Estados Iberoamericanos para la Educación, la Ciencia y la Cultura Mariano Jabonero Blanco: ”la calidad de la educación depende de la excelencia de los docentes”
Además de la falta de recursos económicos, existen otros obstáculos que se interponen a la reforma de la escuela dominicana, entre ellos, la falta de formación profesional de los maestros y la permanencia de un modo gerencial (nos referimos a estructuras no a personas) que no funciona. Aquí muchas de las actividades que tienen lugar en los centros de educación escapan al control de las autoridades. Y el que un grupo de maestros, actuando de manera irresponsable, decida por su cuenta decretar un paro de actividades ya no es noticia por ser un hecho que ocurre con demasiada frecuencia. Uno de los grandes problemas que tuvimos que enfrentar los formuladores y ejecutores del Plan Decenal de Educación (1993-2003) fue la falta de maestros capaces de implementar las nuevas modalidades de enseñanza aprendizaje y de poner en práctica los nuevos contenidos curriculares. Eso mismo ha venido ocurriendo desde finales del siglo XIX: aquí fracasó la reforma de la educación emprendida por Eugenio María de Hostos a finales del siglo XIX; se frustraron los intentos de Julio Ortega Frier (1916); colapsó la reforma impulsada por Pedro Henríquez Ureña (1931); lo mismo aconteció con la emprendida por la Misión chilena (1940); y con la iniciada por Joaquín Balaguer a principios de los años 50. Al terminar de escribir estas líneas viene a mi mente una frase en latín que aprendí en San Carlos, en la escuela parroquial del padre Leopoldo (Obispo Francisco Panal): Fata Viam Inverient (el destino encontrará una manera).