Desde las últimas décadas del pasado siglo 20, aquí, al igual que en casi todos los países de la América Española y de la Región del Caribe, vienen teniendo lugar tentativas de reformas de los sistema de instrucción pública con el fin de que todos sus pobladores disfruten de las mismas oportunidades de acceso a un régimen de educación de calidad.
Se ha pretendido que la educación se transforme en una herramienta de promoción de cada individuo con vistas a ampliar las posibilidades de éste de ser miembro de una sociedad más humana, justa y solidaria.
Aquí, ha ido creciendo el consenso de que a través de una educación de calidad las personas puedan adquirir los conocimientos y las destrezas necesarias para prosperar en un mundo globalizado de mercados abiertos a la competencia internacional.
Las estadísticas oficiales indican que cerca de la mitad de la población dominicana vive en condiciones de pobreza y que una alta proporción de la misma lo hace en medio de carencias extremas.
Aquí, más que darse una clara asociación entre pobreza y educación, ocurre el hecho de que son los más pobres los únicos con bajísimos niveles de instrucción, con altas tasas de abandonos de los estudios, y altas tasas de analfabetismo.
Mientras que los países vecinos llevan décadas poniendo en práctica de manera entusiasta y esperanzadora planes de reforma de la instrucción pública sobre la base de argumentos relacionados con la productividad, aquí, en República Dominicana, esos mismos intentos muchos los dan como fracasados.
Gracias a las acciones de las autoridades del Ministerio de Educación, de los técnicos de la UASD, y de otras universidades muchos comienzan a entender que el progreso económico de países como el nuestro demanda, entre otras cosas, el disponer de una fuerza de trabajo con una base sólida de destreza de lectura y de cálculo matemático; también, el contar con una clase profesional con conocimientos científicos y con capacidades para comunicarse en varios idiomas.
Para materializar los planes de reforma de la educación nos quedan muchos obstáculos por vencer: La marginalidad, el desempleo, y el deterioro de las condiciones de vida del campo y de los barrios marginados de las grandes ciudades; también la incorporación, sin dejar de parir, de la mujer a la vida política.
A pesar de los esfuerzos que hemos venido haciendo, nuestro sistema de instrucción pública todavía confronta grandes calamidades. Sus índices revelan una baja tasa de cobertura acompañada de una alta tasa de deserción; bajo porcentaje de estudiantes promovidos y sobrecogedores índices de sobre edad.
La educación inicial (jardín de la infancia) es un producto demasiado caro por lo que su cobertura apenas cubre el 20% de la demanda potencial.
Los liceos secundarios y los institutos politécnicos aquí son fenómenos típicamente urbanos. Y qué decir de la educación superior. A pesar de la existencia de más de 43 universidades, apenas un 12% de los jóvenes dominicanos de edades comprendidas entre los 18 y 30 años cursan estudios superiores.
¿Qué hacer para remediar todos esos males?
Tener siempre presente las experiencias pasadas y darle un adecuado uso a los recursos económicos destinados al sector y salvar tres grandes obstáculos: la falta de recursos económicos; la pobreza de los alumnos; y la deficiente capacidad profesional y técnica de muchos de nuestros maestros en ejercicio.
Mantenemos la esperanza de que, a partir del año próximo, el gobierno que preside el licenciado Luis Abinader comenzará a invertir en educación mucho más de lo que hasta hoy se ha venido invirtiendo y que habremos de conjurar la crisis que afecta a nuestro sector.
Debemos pensar más en la formación de una nueva clase profesional integrada por jóvenes egresados de nuestras mejores universidades dotados de grandes conocimientos y de las destrezas necesarias para salir adelante en un mercado abierto a la competencia internacional.