Igualdad de trato a la empresa pública y a la empresa privada

Igualdad de trato a la empresa pública y a la empresa privada

Uno de los principios constitucionales más ignorados en nuestro país es el establecido por el artículo 221 de la Constitución, en virtud del cual “la actividad empresarial, pública o privada, recibe el mismo trato legal” (artículo 221). Es crucial un correcto entendimiento de este principio, principalmente ahora que la Asociación Nacional de Jóvenes Empresarios (ANJE) ha denunciado una supuesta violación del mismo en el proyecto de ley que rige la participación del Estado en la generación eléctrica. Aunque no podemos pronunciarnos de modo definitivo sobre el alegato de ANJE, ya que la “Información para medios” provista por esta entidad no permite fundar un dictamen preciso sobre el mismo, parecería que los empresarios denuncian que el artículo 4 del referido proyecto permite a las empresas distribuidoras comprar electricidad a largo plazo a las generadoras eléctricas estatales sin necesidad de licitación. En todo caso, propicia es la ocasión para abordar este principio clave de nuestra Constitución económica y que tendrá también una eventual aplicación a la hora de la creación de un banco estatal de fomento de las exportaciones.

El fundamento de la cláusula constitucional de igualdad de tratamiento es que, como bien afirman María Amparo y Salvador Armendariz, “lo contrario, es decir, la no exigencia de paridad de trato podría dar lugar a que el poder público en su actividad como empresa competidora en los mercados, abusase de su posición, una posición que, de suyo, es en todo caso susceptible de ser una posición de predominio, y por lo tanto susceptible de poseer una cierta influencia o poder sobre el mercado y sobre la fijación de los precios. Potencialmente el poder público podría utilizar medios (de índole fundamentalmente normativa, o financiera) que romperían la igualdad entre los participantes en el mercado, medios que en ningún caso están al alcance del empresario privado. Por ello conviene recordar y obligar jurídicamente al poder público que ha optado por participar en el mercado a través de una empresa pública, a comportarse como si de un empresario privado se tratase, y a someterse al mercado con todas sus consecuencias, renunciando a utilizar los mecanismos que posee en tanto que poder público”. En palabras del Tribunal Supremo español, el principio implica “que en el ejercicio de la actividad económica empresarial de que se trate la empresa pública se someta sin excepción ni privilegio alguno directo ni indirecto a las mismas reglas de libre competencia que rigen en el mercado” (STS, 10 de octubre de 1989).

Esta cláusula aplica a toda empresa o actividad empresarial pública, es decir, aquella en la que existe la influencia dominante de un poder público, sin importar la forma jurídica o el régimen jurídico aplicable. La noción de empresa pública, con vista a la aplicación del principio es, en consecuencia, de carácter realista y funcional, en donde no importan las formas jurídicas adoptadas por el Estado para desplegar su actividad empresarial, sino la existencia o no de una influencia estatal dominante. Esta influencia puede ser constatada a partir de criterios objetivos tales como la posesión de la mayoría del capital suscrito, la disposición de la mayoría de los votos inherentes a las participaciones emitidas, y la posibilidad de designar a más de la mitad de los miembros del órgano de administración, de dirección o de vigilancia.

La igualdad de tratamiento conlleva la sumisión de las empresas públicas a las normas generales sobre competencia desleal o sobre prácticas restrictivas, así como la obligatoriedad de separar el poder regulador del Estado de las empresas estatales que suministran servicios públicos. Además, el principio proscribe las ayudas del Estado a sus empresas, incluyendo el financiamiento estatal a las empresas públicas en condiciones de desigualdad respecto a las empresas privadas, pues, como es más que obvio, el Estado tiene una capacidad de generar recursos casi ilimitada en comparación con el sector privado, lo que le permitiría financiar empresas no rentables. Para evaluar la legitimidad del financiamiento del Estado a sus empresas, se ha desarrollado en el ordenamiento comunitario europeo el principio del inversor en una economía de mercado, el cual consiste, como bien determinó el Tribunal de Justicia de las Comunidades Europeas, “en determinar en qué medida la empresa sería capaz de obtener estos fondos en los mercados privados de capital. En el caso de una empresa cuyo capital está enteramente en manos de las autoridades públicas, se trata en particular de determinar si en circunstancias similares un accionista privado, con vistas a obtener un beneficio y prescindiendo de consideraciones sectoriales y de política social y regional, hubiera suscrito el capital en cuestión” (Sentencia BOCH de 10 de julio de 1986, asunto 40/85). Esto no implica, sin embargo, que el Estado no pueda inyectar capital a una de sus empresas durante un período más o menos largo de tiempo, hasta que la empresa sea rentable, o para ganar tiempo y reorientar sus actividades, debiendo considerarse ayudas las inyecciones de capital por el Estado “ajenas a toda posibilidad de rentabilidad, aún a largo plazo” (asuntos ALFA/FIAT y Lanerossi, asuntos 305/89 y 303/88).

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