Imagen de vidente

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En tiempos en que yo quería saber de mi futuro sin darme cuenta de lo simple, práctico y sensato que es dejárselo a Dios y no preocuparse por el mañana, como aconseja la sabiduría indimensionada de Jesús, conocí una mujer gruesa, agradable, trigueña de ojos extraños. Se le atribuía una sorprendente capacidad para “leer el futuro” utilizando barajas españolas. Tantos aciertos tenía que le llamaban “la televisión” porque supuestamente lo veía todo.

Llegué a la conclusión de que tanto acertaba como erraba, como si se le enrredaran los canales. De todos modos, su “consulta” solo costaba cincuenta centavos y alentaba los días difíciles. “Todo es cuestión de tiempo –afirmaba solemnemente- no ha llegado su tiempo de triunfo, pero no falta mucho”. Uno salía incrédulo y divertido.

No estaba mal por cincuenta centavos.

En cierta ocasión me hizo una predicción de muy difícil realización, que se cumplió cabalmente. Dijo que le iba a dar la vuelta al mundo, que pasaría meses abordando aviones casi a diario, con la naturalidad con que subía a un “carrito de concho”. Yo reí de buena gana y me dije: Bueno… a la doña se le rompió la televisión.

Ella enfatizó: “Usted no me cree, pero le voy a decir algo más… una mañana, cuando su avión esté bajando usted le preguntará a su compañero de asiento ¿dónde estamos aterrizando hoy? y se recordará de mí en ese momento.”

Un encadenamiento de circunstancias me llevó a Dallas, Texas, en Estados Unidos. Mi incesante afán por saber acerca de mis valores como músico me movió a preguntarle a un veterano de la Sinfónica de Dallas, cómo podía yo saber mi potencial… mi capacidad. Me recomendó que audicionara para dos magnates del mundo musical: George Szell, director de la Cleveland Orchestra y Max Rudolf, director de la Cincinnati Symphony.

En medio de un invierno terrible, fui a audicionar para los dos potentados. No estaba nervioso porque lo que me interesaba era conocer cuán bueno o mediocre era yo como violinista. Los más viejos músicos de Dallas decían que yo estaba por encima del nivel de la orquesta y se empeñaron en impedir que aceptara firmar un nuevo contrato, a pesar de las excelentes ofertas que me hicieron, que incluían buen aumento de sueldo y la entrega de un magnífico violín “Amati” que podría pagar a largos y cómodos plazos. No aceptes nada… !vete…vete! insistían. Fueron ellos quienes contactaron a Szell y a Rudolf. Szell tenía un carácter terrible y en una ocasión llegó a darle un patada por el trasero a un aspirante que se atrevió a audicionar sin poseer las condiciones requeridas.

Cuando terminé de tocar en el imponente escenario del Severance Hall de Cleveland, Szell me aceptó. “Va a entrar entre los primeros violines”. Como mi interés era conocer su opinión, le pregunté qué pensaba de mí. “Es bueno, de lo contrario no lo querría aquí”, repuso altivamente y añadió, “Es mejor músico que violinista… lo mismo piensa Rudolf…yo no soy ningún estúpido, sé que también lo quieren en Cincinnati, donde tocó ayer”.

Tenía dos posibilidades y elegí Cincinnati debido a que la Sinfónica estaba a punto de iniciar una gira de cuatro meses alrededor del mundo, evento que creo que no se ha repetido.

Avanzados ya los viajes, dormitaba en el avión de Cathay Pacific que nos sacó de Hong Kong . Cuando, entre bostezos, le pregunté a mi compañero “Dónde estamos aterrizando hoy”, me pareció ver el rostro satisfecho de “La televisión”.

Llegábamos a Manila.

 

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